lunes, 8 de septiembre de 2008

Algo habrá hecho...

Para Laura, las noches de los domingos tenían un olor especial. Sabían a pucherito humeante y a esperar sentadita a la mesa, junto a su papá Hugo, a que empezara “Polémica en el bar”, su programa favorito. Las ocurrencias de Minguito Tinguitella la hacían reír a carcajadas.
Después de cenar y levantar los platos, completaba su tarea, mientras su mamá planchaba con almidón el uniforme del colegio religioso al que concurría.

Ese domingo, 16 de junio de 1977, y con sus 11 años recién cumplidos, Laura nunca más iba a saber de risas ni de mesas domingueras y, lo que fue mucho peor, nunca más volvería a ver a su papá ; un hombre noble, buenazo, de mirada transparente.

Hugo era sindicalista metalúrgico. De esos trabajadores que se levantaban todos los días a las cinco de la mañana y volvían a su casa a las ocho de la noche. Un luchador de los derechos de sus compañeros de fábrica. Jamás callaba lo que pensaba, sin darse cuenta que, por aquellos tiempos en la Argentina, era muy peligroso pensar, luchar y, por sobre todo, hablar.

A Teresa, la mamá de Laura, no le interesaba demasiado la política y sólo escuchaba a su marido con atención. Pasaban sus días con un ritmo rutinario, bello, amable.
Sentada junto a él, compartiendo un licor de café al cognac, lo admiraba y sentía - más allá de la humildad de su hogar- que todo estaba como debía ser. Ese domingo hacía frío. La estufa estaba prendida, y Pucho, un perro callejero que habían adoptado, dormía plácidamente frente a ella.
El puchero estaba en la mesa, y los actores de “Polémica en el bar”, ya se encontraban reunidos para entretener a los televidentes un domingo más.

A las nueve en punto de la noche, golpearon la puerta de la casa, con una fuerza, que la familia pensó que la derribarían. No se equivocaron. La puerta se vino abajo y, tras ella, irrumpieron tres hombres con escopetas en las manos. Decididos a todo.

Teresa les imploraba, aterrada, que no les hicieran daño; Laura lloraba apretando los dientes y las manos; y Hugo, con la boca abierta y de pie frente a ellos, comenzó a gritarles sin miedo, con firmeza, que se fueran.

En la memoria de Laura quedaron grabados para siempre aquellos gritos. Los ruidos de los adornos que estallaban en el suelo del comedor. Los insultos. La silueta de su madre arrodillada rezando en voz alta un Padre Nuestro. Lo último que pudo ver fue a uno de esos hombres que la miraba fijamente, mientras encapuchaba y arrastraba a su padre a la calle. Madre e hija quedaron confundidas mirando por la ventana cómo el Ford Falcon verde partía. Nunca supieron hacia dónde.

Se abrazaron y lloraron toda la noche sin decir una sola palabra. Laura jamás olvidaría ese domingo de junio. Como tampoco olvidaría esos ojos negros, penetrantes, que casi con burla la miraban. Pasaron toda la semana en una confusión terrible. La desaparición de Hugo les era incomprensible.
Teresa desesperada llamó por teléfono a un compañero de su marido que, sabía, era abogado. El Dr.Verdini, la atendió de mala gana, pero le aconsejó y ayudó a presentar un “Habeas Corpus en la comisaría más cercana”.

Ella lo hizo. Parada frente al oficial de policía, con los papeles en la mano, se sentía desolada. El maltrato que recibió y las miradas punzantes, acusadoras, hicieron que la mujer, después de la presentación, huyera- porque ése es el término exacto- huyera corriendo, sintiéndose perseguida, señalada.

Cuando llegó a su cuadra caminó más despacio. Todavía estaba agitada. Pensaba. No podía parar de pensar… Entonces se dio cuenta que sus vecinas y amigas del barrio no habían preguntado nada. Tampoco la fueron a visitar, a consolar y, en el almacén de don Ángel, recordó haber escuchado - casi como un susurro- “y…algo habrá hecho”. Sin poder controlarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas.

Con un nudo inmenso en el pecho pero con el corazón colmado de esperanzas, el domingo siguiente, se sentaron las dos en la mesa. No prendieron la tele, y a las nueve de la noche, con el tenedor y el cuchillo en la mano, Laura lloró a los gritos porque sintió dentro suyo que su padre no regresaría; como tampoco su perrito Pucho, que había escapado en el alboroto y nadie se había dado cuenta.

Al otro día iría al colegio. Eso la ponía un poco mejor. Su amiga Stella la estaría esperando; como también sus maestras. De alguna manera le haría bien que la abracen en silencio, que no hicieran preguntas. Porque ella no tenía respuestas. Sólo podía decir que unos ojos fríos y llenos de maldad le habían insinuado lo peor que pudiera pasarle: no estar más con su papá. Caminó nostálgica con su uniforme y portafolios hasta la puerta de la escuela. Sus trenzas terminaban en dos moños blancos impecables. La Madre Superiora la recibió con una sonrisa que- a su entender- le pareció algo exagerada. La llevó a su despacho, donde Jesús crucificado la miraba desde un cuadro inmenso que colgaba en la pared, y la invitó a sentarse.

Con voz calma pero inconmovible dijo: “Laura, siento mucho la desaparición de tu padre; pero debes entender que por algo suceden las cosas y Dios siempre es justo. Si tu padre jamás abandonó el camino que Jesús nos ha marcado, volverá pronto; y si no sucede así, deberás entender que son pruebas que debemos enfrentar para fortalecer nuestra alma con resignación y obediencia.”

Laura cerró los ojos y escuchó, casi con desgano, que terminaba su discurso: “…a tus compañeros no les hables del tema. De “eso” en este establecimiento no se habla. Tu maestra te revisará el portafolios todos los días. No lo tomes como un agravio, simplemente debemos saber qué lectura llevas contigo. Puedes ir con Dios.”

Laura poco entendió de todo eso. Había fantaseado con que la Madre Superiora la tomaría entre sus brazos y le diría “yo te ayudaré, rezaremos juntas una plegaria a Dios”.
Obedientemente salió del despacho, subiendo sus hombros, como queriéndose decir a ella misma, que ya nada importaba, que lo único que le interesaba era que su papá apareciera. Y eso debía suceder así, porque esos hombres malos fueron los que perdieron el camino de Jesús. Su padre- estaba segura- caminaba por el mismo sendero de siempre.

Cuando llegó al aula, sintió un silencio que la hizo estremecer. Buscó con la mirada los ojos de Stella. No los podía encontrar. La maestra la hizo pasar gentilmente, con esa sonrisa que encerraba la misma artificialidad que había notado en la Madre Superiora. Le pidió permiso para revisar su portafolios y Laura notó que se quedaba con la libretita donde tenía los nombres y direcciones de sus compañeros. Sin darse cuenta, apretó tan fuerte una goma, que la terminó partiendo.

En el banco de Stella, que estaba al lado del suyo, no había nadie. El vacío era tan grande que sintió que terminaría por llenarlo con lágrimas. Éstas salían a borbotones de sus ojos sin control.
Todos los días, desde entonces, Laura sintió el aislamiento de sus compañeros y maestras.
A veces en los recreos se sentaba en el patio de la escuela y conversaba con Marisa, una nena de séptimo grado de tez negra, que, como ella, estaba sola, y compartían la merienda en silencio. Marisa le tomaba la mano y las dos se sonreían.

Después de algunos meses de tristeza, de indiferencia, Laura estaba ansiosa porque sonara la campana que la haría volver a su casa. Cuando por fin sonó, se puso un poquito contenta, guardó sus útiles y salió. Caminó despacio. Los árboles estaban comenzando a florecer y sabía que, cuando llegara, Pucho no la recibiría ladrando como siempre. Eso hizo que el dolor volviera a invadirla con más fuerza. Encontró a su madre en la cocina, bordando un pañuelo blanco. Pudo leerlo casi al descuido. Era el nombre de su padre. Laura creyó que la cabeza le estallaría en mil pedazos. Dos palabras salieron sin querer de su boca “¿Para qué?”.

Teresa levantó la vista, dejó el bordado y le explicó que a partir del jueves próximo iba a dar vueltas a la Pirámide de Mayo junto con otras mujeres, madres, abuelas y esposas de desaparecidos. “Lo hacen en busca de respuestas, en silencio, con un pañuelo blanco en la cabeza, donde está bordado el nombre del ser querido que no pueden encontrar”.Con una bella sonrisa, la invitó a danzar junto a ellas. Laura sintió una bronca que le golpeaba contra el pecho y hacía que su corazón latiera a un ritmo descontrolado. ¡Todo lo que había vivido en el colegio, y todavía su madre con esto de “girar” en círculo en la Plaza de Mayo!

Comenzó casi a gritarle, tratando de hacerle entender que por llevar un pañuelo blanco y girar nada más, su padre no aparecería. Que ella quería luchar, que sentía odio y vergüenza, que en la escuela la discriminaban todos y no entendía porqué. Que el otro día, a la salida de la escuela, la mamá de Stella agarró la mano de su hija y salieron como si se las llevara el demonio.
Teresa suspiró hondo, le acarició las mejillas mojadas y trató de explicarle que ella estaba luchando por su padre, pero desde otro lugar. Tratando de vaciar su corazón de odio. Llenándolo de comprensión y sabiduría. Que todo sentimiento de rencor y venganza no la llevarían a nada, más que a engendrar más odio. Girar en la plaza era una manera pacífica de manifestar su inmenso dolor, y que, a la vez, las vería el mundo entero.”Es una manera de hacer algo, hija”.
Cuando Laura se fue a dormir, no lograba conciliar el sueño. Sentía miedo. Miedo de que la vieran la Madre Superiora y sus compañeras de escuela, girando, con un pañuelo en la cabeza. Pensarían que estaba loca, que su madre también había enloquecido… Miedo, mucho miedo, de que- al verlas- “ellos” volvieran a buscarlas al domingo siguiente.
Cuando llegó el día jueves, Laura se sintió diferente. El miedo se había disipado, y las palabras que le había dicho su madre le daban una fuerza que ni ella misma entendía. Fue como soltar una mochila que llevaba en la espalda y poder caminar más liviana. Primero giró alrededor de la Pirámide, de la mano de su mamá, con la cabeza gacha, como con vergüenza. Cuando tuvo el valor de levantarla, escuchó las risotadas de unos oficinistas que caminaban por la plaza. Entonces apretó fuerte la mano de su madre. La miró, y se enorgulleció de ver un rostro con una mirada altiva, triste, pero segura. Lloró en silencio. Por su padre, por su madre, por tanta incomprensión que había tenido que aprender a soportar a sus 11 años. Por la Madre Superiora. Por Pucho, que lo extrañaba horrores. Por la vida misma que, sentía, le dolía en cada paso que daba.

Los meses pasaron. Todos los jueves sin decirse nada, con total complicidad, tomaban el subte “A” y giraban, gritando en sigilo tanta impotencia. Y, aún así, ese silencio era escuchado. A veces con insultos, otras con corridas, con nuevas desapariciones. Pero manteniendo intactas las mismas convicciones. Sin odios, ni resentimientos, ni venganzas. Ni siquiera el recurso a la voz para exigir “¡Justicia!”. Cuando llegó noviembre y también la finalización del año escolar, Teresa acudió orgullosa al colegio de su hija. Pero esa alegría se desvaneció rápidamente cuando, al verla, la Madre Superiora la invitó “a conversar”.

En su despacho, y otra vez con el cuadro de Jesús como testigo, le comunicó con pocas palabras que no había vacante para su hija el año próximo. Que no lo tomara a mal, que Dios y otra vez Dios, las guiaría hacia el camino correcto. Que ese establecimiento no la podía albergar, “porque el alumnado había estado preguntando” y bla, bla, bla, bla. Teresa le sonrió, se levantó torpemente y salió de esa escuela dándose cuenta cuánto se había equivocado al haberla elegido. Tratando de olvidar ese triste episodio para siempre.

Pasaron los años. El tiempo no se detiene. Camina para algunos, corre para otros; pero continúa, indefectiblemente. Con un sol que nace todos los días y se esconde a la noche, para renacer otra vez, en cada uno, con la misma calidez. Laura creció. Se hizo una bella mujer, por dentro y por fuera. A Teresa ya no la tenía. Había partido cuando llegó la democracia a la Argentina y pudo al fin sentirse en paz, sabiendo que su hija era un ser íntegro, libre de odios y venganzas. Fue una mujer que prefirió descansar con la grandeza de aquellos que han sufrido mucho y, aun así, saben perdonar. A Laura los médicos le dijeron que “se había ido apagando como una velita”. Y ella también lo creía así. Se convirtió en una maestra jardinera- ésas que los chicos no pueden olvidar- y era feliz en ese mundo de inocencia.

Todos los días iba a su trabajo con alegría. Tomaba el colectivo y luego de una hora de viaje, se bajaba. El trayecto lo hacía, a veces leyendo, otras, escribiendo informes.
Pero esa mañana de abril tenía su cabeza en blanco. Miró distraída a los demás pasajeros y, entre sus caras, percibió una mirada que conocía muy bien. Negra, fría, penetrante.
Entonces recordó. Y, al hacerlo, tembló.

Era él, lo sabía. ¿Cómo no reconocer esos ojos? Los había visto tantas veces en sus pesadillas, en todos esos años de terapia…

No podía dejar de mirarlo. Él, en cambio, trataba de ignorarla. A partir de ese día Laura estaba obsesionada con volver a verlo, hablarle, preguntarle por su padre. Se sentía confundida.
Por momentos la asaltaban ráfagas de odio y, a su vez, las ansias inconmensurables de saber qué sucedió ese domingo oscuro de junio.

Varios meses transcurrieron. Todos los días siguió buscando - fascinada y a la vez aterrada- esa mirada. Esas respuestas que tanto necesitaba. Y la volvió a encontrar…

Una mañana cálida de primavera, cuando subió al colectivo, mientras sacaba boleto, lo vio. Estaba sentado solo en un asiento de dos, del lado de la ventanilla. El corazón le dio un vuelco.
Se sentó junto a él. Comenzó a mirarlo. Podía sentir su respiración, reconocer su olor, sus manos…

Sus manos eran lo que más la obsesionaban. Esas manos que habían tocado a su padre, ésas que estarían manchadas por siempre con su sangre. Las mismas que lo habían encapuchado, arrastrado, y también quizá…lo habrían matado. Tantos sentimientos encontrados: odio y venganza mezclados con perdón y compasión. Años de enseñanza que le había dado su madre. ¡Cuánto había imaginado y esperado ese momento! Y ahora lo tenía allí, sentado junto a ella…
Sin pensarlo -como un acto reflejo- tomó las manos de ese hombre, las puso entre las suyas y las besó, mientras lloraba desconsoladamente. Las besaba pensando que así sus lágrimas limpiarían la sangre derramada de su padre. Las besaba como un símbolo de perdón.
Las besaba, tan sólo las besaba. Y se sintió feliz. Bajó del colectivo sin mirar a nadie. Se secó las lágrimas con el pañuelo blanco bordado que siempre llevaba en su cartera, y supo entonces que, a un pasado doliente, uno puede o bien pasarle por arriba, o bien abrazarlo.

Y Laura pudo abrazarlo.
Alejandra Muente

FIN