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martes, 10 de marzo de 2009

Tío Pablo

La Italia de pos guerra fue el detonador de su partida. 1949 había sido otro de aquellos años miserables, sin esperanza. “Quedarse no tiene sentido”, solía decirle a sus pocos amigos, y seguramente no se equivocaba tratándose de un pueblo que nada prometía, sin futuro.

Su elección, si bien difícil, le deparó más de una alternativa: Argentina, Brasil y Canadá. En cualquiera de aquellos ignotos países encontraría el abrigo de tan queridos como extraños parientes. Pero para él, cualquier lugar daba lo mismo: “Aquí o allá”, era la cuestión central... morir o vivir, penar o soñar.

Buenos Aires le presentaba el mejor candidato para semejante jugada: el tío Pablo... y se llamaba igual que él, para más. Casualidad, o quizás no tanto – reflexionaba - pero sí razón suficiente para conferirle a su inminente desarraigo el toque personal e íntimo que necesitaba en aquel momento... Esa cuota de magia ligada al destino que anima a todo ser humano a tomar grandes decisiones al menos una vez en la vida.

Siquiera había partido, y ya fantaseaba con su llegada a estos pagos. Imaginaba que el tío Pablo sería la persona ideal para querer, para convertirla en su nuevo padre, uno merecidamente mejor al que con ninguna tristeza dejaba atrás en su pueblo natal.

El tío no tenía hijos, lo que lo hacía aún más entrañable; representaba para él ese deseo siempre adelantado de un porvenir diferente; la realización de un proyecto muchos años demorado; un lugar en el que nadie le era cercano y todo estaba por hacerse.
Su tío era el hermano de su madre. Había llegado a Argentina mucho tiempo atrás, a principios de siglo, y ostentaba una holgada posición económica, hecho que en su condición de único sobrino le garantizaba la generosidad y el afecto que tanto le negaran durante su niñez.

Una niñez cargada de ausencia paterna – “Me voy a hacer la América “ le dijeron alguna vez que fueron las últimas palabras de su padre cuando partió a Estados Unidos a forjar fortuna por más de 10 años -; una niñez famélica de ternuras, y al cuidado de una mujer joven y sola – su madre - que no encontraría nunca completo alivio en la sola compañía de un hijo de apenas 4 años.

Esa infancia había sido su pequeño infierno, quería escapar de ella a cualquier precio. Imploraba olvidar todas esas imágenes fragmentadas, incompletas, ambiguas con las que había convivido; desterrar para siempre ese infausto pasado, tan doloroso como vacuo.

Su renguera, producto de un accidente en su adolescencia, le reclamaba huir desesperadamente de la vista y del comentario de todos; era el desvalido del pueblo, el probrecito, al que solo la lástima no le era esquiva.

“Sí, Buenos Aires”, se dijo, y partió a conocer a su tío Pablo, tan lejano como deseado, tan amenazante como prometedor.

Y luego de un interminable mes en barco, llegó el día de aquel ansiado encuentro. En un Parque Chacabuco que lucía muy diferente del pueblo pastoril que lo acompañó por casi 30 años.

Esta nueva tierra le daba tanto miedo como asombro; las mismas ganas de amarla como de odiarla. Pero ya estaba allí, y con el dedo sobre el timbre de la casa de su tío, pero sin las fuerzas suficientes como para hacerlo sonar. Le faltaban agallas, estaba atemorizado ... Se le abría un mundo nuevo, pero desconocido a la vez. Se alejó de la casa y regresó tantas veces como su falta de coraje le sugirió hacerlo. Pero, después de infinitas cavilaciones, la noche y el frío le aconsejaron golpear la puerta y terminar con esa angustia de una vez por todas.

“Pablito!!!” fue lo primero que escuchó de aquel viejo que, duro en apariencia, no disimuló sus ojos vidriosos por la emoción. Lo estaban esperando, él y su esposa, Antonia, que se perfilaba por detrás, con una sonrisa encantadora de bienvenida.
“Tío Pablo”, devolvió él instintivamente, y con tanta emoción como supo. De pronto, se sintió soñando, querido como pocas veces...... Un guiso sabroso, pocas palabras y muchas sonrisas nerviosas coronaron aquella primera velada juntos.

Él habló castellano como pudo; el largo viaje le había servido para aprender algo de español. Su tío – piadoso - le facilitó la tarea “... Parlando italiano”, lo que le hizo perder un poco de ese temblequeo nervioso que lo había perseguido desde que entrara.

La primer noche lo acogió apacible, en una cama blanda, y cobijado bajo perfumadas sábanas ... "¡Querida tierra ... gracias, me siento vivo!", se dijo, y se echó a dormir.

Los siguientes días le sirvieron para ponerse a tono con el lugar. Muchas presentaciones familiares, vecinos y curiosos, le ocupaban gran parte de su tiempo. Pero no era fácil para él, un recién llegado, hacer migas tan pronto; nada ayudaba: el desconocimiento del lugar, el idioma, su renguera, y esa temeraria timidez para relacionarse socialmente… Todo conspiraba en contra suyo.

Creo que fue el taller de su tío - ubicado en la azotea de la casa – el que con sus chucherías y herramientas, le acercó un poco de esa felicidad perdida que no podía encontrar en la nueva gente. En Italia, había estudiado Ingeniería electrónica por 2 años; estaño, diodos, resistencias y condensadores, le eran muy familiares, estaba a gusto con ellos. Su vocación hizo que en poco tiempo se convirtiera en otro más de esos tantos “ingenieri” que solieron darle vida a la Industria Argentina en los años 50.

Pablito armaba radios, arreglaba los primeros televisores blanco y negro, reparaba planchas, veladores y cualquier objeto que el barrio le traía. Era el genio que estaban esperando, el que sabía de todo un poco.... “Lástima que sea rengo...”, se escuchaba comentar de la vecindad. Especialmente de las mujeres, que las había en cantidad, hijas de italianos, españoles, polacos y franceses.

Del otro lado estaba el tío Pablo, quien se desvivía por él. Estaba en todo y para todo, no había demanda de su sobrino que no cumpliera: comida, ropa, dinero, regalos... todo era para Pablito. Podría agregar que sentía un verdadero orgullo por él... Como si fuera su padre. Hablaba de su sobrino y se le llenaba la boca, le brillaban los ojos. En su afán de dar, intentaba robarle cualquier momento, aunque fueran tan sólo unos minutos o segundos.

Esa actitud empalagosa comenzó a molestar a Pablito, quien no dudaba en hacerle notar a su tío el fastidio que sentía ante tanta condescendencia. Un tedio que llegó al punto de llevarlo a cuestionarse qué era mejor, si su pasado en Italia – triste y desvalido - o su presente, cargado de sobreprotección.

Sin embargo, y más allá de esa falta de correspondencia entre él y su tío, los días y los meses pasaron en notable armonía. Pablito era el dueño y señor de la casa, entraba y salía cuando se le antojaba. Lo que empeoraba notablemente con el correr de los días era su carácter, cada vez estaba más huraño y hosco ... buscando siempre refugio en el taller de la terraza ... su único lugar.

La desesperación de su tío en su afán de agradarle, crecía en la misma medida que su desdén por él. Era habitual verlo desenfundar su viejo “fuelle” – un bandoneón Doble A del 1900 -, y hacer de las suyas con un valsecito como El hospital o El aeroplano para llamar la atención... Pero no recibía la más mínima respuesta de su sobrino.

Pablito pasaba delante de él casi ignorándolo, apenas mirando de reojo, como ofreciendo una limosna a un mendigo.

Quizás la desilusión haya sido mutua, no sabría decirles. Posiblemente el tío Pablo no fue para él más que un viejo aburrido y patético, una mala copia del padre que lo abandonó por diez años cuando niño. O acaso haya creído que comenzar de nuevo en otro país le depararía la solución a su infortunio.... ¡Vaya uno a saber!.

Si tuviera que darles mi punto de vista, les diría que el tío Pablo hizo por su sobrino todo lo que estuvo a su alcance para decirle cuánto le importaba, cómo lo quería. En cambio, el destinatario de tanta bondad nunca contribuyó a alimentar la relación, siempre devolvió su más inmisericordioso desprecio a cada una de las demostraciones de afecto de su tío.

Ya al año de su llegada, y en una tarde cualquiera, sucedió lo inevitable. Pablito se encontraba trabajando en el improvisado taller del altillo. Su tío se le acercó como en varias ocasiones lo había hecho, y trató de llegar a él de la manera en que un padre se acerca a su hijo... Con una frase azarosa, casual, con el único deseo de compartir un momento con su ser querido.

“¿Pablito, en qué andás ... qué estás haciendo? – le inquirió. Él, concentrado en lo suyo y ausente como de costumbre, le respondió con un frío “Trabajando ... ¿No ve?”. La antipática respuesta no fue suficiente para desilusionar a su tío.... Estaba acostumbrado a sus descortesías, e insistió en su cometido.

¿Querés que te ayude, puedo darte una mano?, le habló casi al oído, y poniéndole su palma sobre el hombro.

Quizás fue la sorpresa del contacto físico, o acaso haya sido la falta de costumbre de ese afecto nunca recibido .... Pero cualquiera haya sido la razón – no importa -, su cuerpo se estremeció dejando caer una radio que estaba arreglando, con tan mala suerte que se hizo pedazos al tocar el piso.

“¡Pero la puta madre tío... Por qué no me deja de romper las pelotas... Mire lo que me hizo hacer!", le gritó, mirándolo fijamente a los ojos y quizás por primera vez con tanta determinación y odio.

El tío se quedó mudo, ahogado en su propia impotencia. La frase “¡No me rompa las pelotas!” le resonó una y otra vez, como la voz de un eco interminable. Era un viejo de casi 70 años, hecho a la antigua... No estaba acostumbrado a que le faltaran el respeto de esa manera.

Miró a su sobrino sin proferir palabra. Sus ojos estaban vidriosos, llorosos. Su respiración, entre agitada y contenida. Dio media vuelta, y se fue sin abrir la boca.

No entendía el por qué de la ira y maltrato de su sobrino. “¿Qué le hice?”, se preguntaba. No encontraba razón, él y su esposa no habían hecho otra cosa que darle todo. Y quizás ése haya sido el motivo: ninguna imitación sustituye al original, ningún tío al padre. Ningún nuevo amor, por bueno que sea, entierra los todos los fantasmas de la sangre.

Y así fue que desde aquel día nada más se dijeron. Nunca más se hablaron. Todo lo que se debían entre ellos, era resuelto a través de un intermediario: la tía Antonia.

Ella ofició de intérprete por más de 15 años. Quince años durante los cuales nada se supo de lo que uno y otro sentían. No hubo amor ni odio visibles... Nada. Sólo un rencor inconfeso, pero latente como aquella frase que cambió la historia entre ambos, solo intercambio de consignas a través de la tía Antonia, en su nuevo e incómodo rol de mensajera: “Tía, dígale al tío que mañana.....”, o, del Tío Pablo, “Decile a ese que cierre la puerta del taller cuando se vaya porque....”.

El tío ya no se referiría más a su sobrino con el tan entrañable “Pablito”, sino con un “Ése”, desprovisto de afecto, cargado de mudo resentimiento. Su nombre no sonaría más de su boca, por largos quince años. Y me consta que fue así... El nombre de mi padre, Pablito, jamás se volvió a mencionar en aquella casa de Parque Chacabuco hasta el día en que me contaron esta historia.

Y fue de la boca del propio “tío Pablo” -así lo llamaba yo también-, que la supe.
Una mañana cualquiera, cuando me negué a acompañar su bandoneón con mi guitarra. Una mañana cualquiera, en la que yo también me fastidié y le dije: “Tío, no me rompa las pelotas”, y él se volvió loco: “¡Sos igual que él!”, me gritó, y se puso a llorar como un chico... “¡Sos igual que tu padre!”.

“No tío”, le dije... “¡No soy igual, yo soy Luis, perdóneme, yo lo quiero mucho tío, no sabe cuánto lo quiero!”. Y sin más, lo abracé fuertemente. Él hizo lo mismo, y nos pusimos a llorar como chicos; aún hoy me estremece recordarlo.

Mi papá no estuvo presente aquel día
de mi discusión con el “Tío Pablo”, ya se había separado de mi madre. Jamás se enteró de lo ocurrido.

Poco tiempo después, el pobre Tío enfermó. Y fue a mí a quien le tocó padecer la agonía de aquel querido viejo. Estaba muy cansado, llevaba 85 años a cuestas.

No soportaba la idea de verlo morir en un hospital, era injusto. El tío Pablo no se merecía una despedida así. Ese viejo era mío, parte de mi vida.... Lo había sido todo: mi tío, mi abuelo, mi padre ausente.

No sabía qué hacer, y me faltaba valor para estar junto a él en su partida. Desesperado, sólo rezaba todas las noches y fantaseaba con la idea de un milagro.

Una tarde, a pedido de “Mi tía Antonia” – así llamaba yo también a su esposa – me decidí a ir al hospital. El Tío estaba acostado, medio dormido, con los ojos cerrados. Debió de haber sentido mi presencia, no sé cómo explicarlo... Pero a poco de entrar a su habitación, recobró la lucidez.

“Tío!”, le dije contento de ver sus ojos buenos una vez más.

“Hola Pablito”, me respondió. “¿Cómo estás?... ¡Qué lindo que me hayas venido a ver! .... “¿Te acordás cuando íbamos al cine del pueblo a ver las películas de Chaplin?.... “¡Cómo nos reíamos, te acordás! ... ¿Qué lindo volver a verte, Pablito .... Qué alegría que estés aquí!”

Yo estaba desconcertado, no supe qué decirle.

Por detrás, su esposa Antonia me dijo que hablaba incoherencias y lo mezclaba todo: nombres, rostros, fechas... Que quizás me confundía con algún amigo de la infancia, de aquella Italia mágica a la que jamás retornó. “Seguile la corriente”, me sugirió ... Y conversé con él por unos minutos hasta que se durmió susurrando aquel nombre, el de mi padre.

Sus últimos recuerdos antes de partir le habían jugado una mala pasada. Sus últimas palabras traicionaron quince años de innecesario rencor y silencio, dejando al descubierto un inconfeso amor, un amor deseado desde lo más profundo del corazón.

El amor por su sobrino, su hijo postizo, “Pablito”, pero lamentablemente enredado con el rostro de quien tiene a cargo contarles esta historia.

“¡Qué muerte triste!”, reflexioné. Debió haber sido mi padre el que ocupara mi lugar... A él estaban dirigidas esas palabras.

Fue desde aquella tarde que comprendí la necesidad de perdonar, de no vivir con un estúpido resentimiento a cuestas. Me dije a mí mismo “No hay nada que no valga la pena ser perdonado”, aunque duela, aunque parezca imposible.

Cada vez que necesito grandeza de espíritu, indulgencia, recuerdo la voz del tío Pablo antes de dejarme: “Pablito, Pablito, Pablito”.

Patricio

(dedicado al Tío Pablo - 1891-1976)

domingo, 15 de julio de 2007

Premonición

1, 2, 3, probando.... Bueno, por lo visto graba bien, gracias a Dios.

Me presento. Soy Carlos, y tengo en mi mano una pequeña grabadora digital que me acompaña siempre, no es casual. No soy periodista ni estoy loco, aclaro. Me atajo de antemano porque lo mío no es muy común que digamos... Por alguna razón que desconozco tengo la costumbre de registrarlo todo: fotografías, grabaciones, apuntes ... ¿A ver?.. Sí, sigue grabando...

Bueno, como les contaba, hasta he llegado a escribir sobre una servilleta o en los márgenes del diario. Se me ha hecho una manía, una obsesión. Y la verdad es que nunca imaginé que esa compulsión podría traerme problemas, sino hasta ahora, en este preciso instante. Confieso que estoy aterrorizado, paralizado!! ...

Todo comenzó hace unos segundos, cuando lo vi a lo lejos y decidí grabarme.

Hola, hola!!!... Estee, sí, graba...
Desde acá, parece un hombre, no puedo confirmarlo... Es apenas una silueta. Debe estar como a unos cien metros, más o menos. Y viene caminando lentamente hacia mí por la misma vereda... De eso estoy seguro.

Repito... Sé que no hay motivo alguno para temerle, pero no puedo quitarme de encima esta extraña sensación de miedo. Sé que racionalmente no tengo un motivo real para sentirme así, conmocionado. Que se trata solo de un hombre caminando en mi dirección. Pero no lo puedo evitar!!!... Estoy duro como una estaca!!. Y tengo la sensación que cuando hagamos contacto, él será mi verdugo, me va a matar. ¡Qué locura, Dios!!... ¡Y hasta veo cómo! ... Con un cuchillo plateado, puedo ver su reflejo!!. Por favor, si lo que me está pasando termina siendo real, al menos que quien escuche esto sepa...
Pero, la puta madre!!... Hasta puedo sentir los latidos de mi corazón, estoy al mango!.... Parado como un cobarde, parezco un imbécil!!. Siquiera tengo fuerzas para mover un músculo y escapar. ¡Qué alguien me ayude, por favor!!...
Mi Dios!... Debe estar como a cincuenta metros, todavía no percibo sus rasgos. Se dirige a mí con total resolución, como apuntándome. Tengo la sensación que voy a morir en sus manos, y pronto... Es una locura, pero siento eso.!!

Estoy intentando salir de este trance absurdo ... Voy a hacer como me enseñaron una vez en yoga. Cierro los ojos y digo: Ommmm... Ommmm... Voy a abrirlos, espero que haya desaparecido... ¡Sí, va a desaparecer, sí!. Abro los ojos y... ¡No, Dios mío!... Está a menos de 3 casas... Y ya puedo hasta olerlo... Huele como la muerte, ácida, pútrida, repugnante!!.

Se me desdibuja su forma, no puedo soportarlo más. Mi corazón está palpitando tan fuerte que hasta puedo verlo mover bajo mis ropas. Es un hombre, es gris y negro, como su vestimenta. Casi está sobre mí... es el fin!...

“¡Dame toda la guita, hijo de puta! ... Dámela, la cooncha de tu madre y la re... ¡Largá la plata .... No te hagás el vivo y dame todo lo que tenés! ...¿Esto solo tenés? ... ¡Miserable de mierda, solamente 10 mangos! ....¿Qué carajo tenés en la mano, un anillo, un reloj... tenés más guita? ¡Decí algo hijo de puta, estás mudo? ...Te pregunté algo!!.. Largá lo que tenés en la mano o te mato!! ... Y la repuuta maadre que te parió, soltá carajo!! ... Ma si, vos te lo buscaste, comete ésta bien adentro, forro! ... Y no largás esa mierda que tenés en la mano!! ... Te estás muriendo y no la soltás ... Qué carajo guardás que valga tanto! ... Bah!... Metétela en ese culo muerto que tenés, no te va a servir de mucho donde vas ..¡Boludo!”.

- "Esta es toda la grabación, comisario. Parece ser que el tipo la acertó, era su verdugo nomás!!... Pero... Qué cagada, no?.. "

- "Sí, Sánchez, era un pobre tipo... Pero también un boludo, qué querés que te diga!!!... Morir por un grabador de mierda...."

viernes, 22 de junio de 2007

Gota a gota - Parte 2

Todos fuimos testigos de cómo Osvaldo vivió su inmerecida libertad. Jactándose de lo fácil que había resultado todo. No le faltaban ocasión ni lugar para hacer comentarios y hacerse notar.

Era casi morboso escuchar como repetía con lujo de detalles todo lo ocurrido, y de cómo su abogado había negociado la condena civil, abusando del dolor de un padre que no quería lucrar con la muerte de su hijo.

Debo confesar que al principio sentí lastima por él porque pensé que en el fondo de su alma debía de estar arrepentido, y que esa postura arrogante y segura, era tan sólo eso, una máscara para esconder su miedo, su culpa.

Pero no, no era así. No mostraba el más mínimo arrepentimiento...... hasta se lo escuchaba decir los días 5: “¿Alguien me acompaña al Banco?.... ¡Tengo que pagar mis pecados!"

Fue a partir de ese entonces que empecé a dejarlo de querer, que comenzó a darme asco. Me fui apartando de su lado gradualmente. Pienso que las pocas veces que lo veía, lo hacía porque aún abrigaba la esperanza de que algún día me contara cuánto sentía haberlo matado, cuánto lamentaba su muerte.

No fue sino hasta pasado un año del juicio que percibí que algo le pasaba. Mostraba algunos signos de deterioro para alguien de su edad, apenas 24 años. Parecía como de 40. Además, su carácter, extrovertido y vivaz, había cambiado por otro más cerrado, lacónico y solitario.

Era común verlo solo. Sus clásicas compañías – chicas bonitas, perfectas -, habían desaparecido.

Si nos cruzábamos, apenas compartíamos una charla forzada, de esas que se ensayan cuando no se tiene qué preguntar ni responder, cuando se trata de evitar los temas áridos.

Fui testigo de su progresiva caída. Pensé que podría tratarse de una enfermedad terminal, de algo incurable, o de una bancarrota. Pero en la realidad, no había razones para que luciera así ... su padre y él estaban más prósperos que nunca.

En una oportunidad, creí verlo en el cementerio, el mismo en el que descansaba Carlos; no imaginé que fuera a visitar su tumba, para nada!. Conociéndolo...... ¿Quién podía pensar eso?.

En el barrio la gente murmuraba cosas en relación a él; comenzó a generarse un mito acerca de Osvaldo. Como pocos lo veían, pocos hablaban, sólo algunos se reservaban el “mérito” de saber qué le estaba ocurriendo. Pero ninguna historia parecía verosímil. Hablaban de delirio místico, de arrepentimiento ... Nada coherente para quien lo conocía como yo.

Un día, lo recuerdo bien porque fue a principio del mes de noviembre ... Habían pasado ya 3 años desde la muerte de Carlos. Serían alrededor de las 2 de la mañana cuando sentí fuertes golpes en mi puerta. Golpeaban como para derribarla; y de fondo, como entre sollozos, una voz ronca pronunciaba mi nombre.
- "¡Abrime, Enrique... por favor, soy yo ..... Osvaldo!"

- "¿Osvaldo?"– me pregunte hacia adentro e instintivamente lo hice pronunciando su nombre.
- "¿Sos vos Osvaldo, qué hacés a esta hora?"

- "¡Abrime hermano, por favor!"

Apenas entreabrí la puerta y no pude creer lo que tenía delante. Aquel Osvaldo que alguna vez conocí había desaparecido; delante de mí tenía un despojo, un ente que había perdido todo rasgo de humanidad. Siquiera conservaba algo de aquella actitud que supo enseñar en otros tiempos.

Entendí que estaba muy enfermo, de ahí la razón de su hermetismo, de su aislamiento, de su cambio de carácter y hábitos. Con sólo mirarle los ojos unos segundos, comprendí que estaba condenado, que la vida le había jugado su última partida y la había perdido.

"¡Osvaldo.... Dios mío, qué te está pasando.... estás horrible, pasá, por favor, entrá!" – le dije en tono tan misericordioso como inmerecido -, aunque no me arrepiento de haberle sido piadoso; su peor enemigo hubiera hecho lo mismo en aquellas circunstancias.

Comenzó a relatarme desordenadamente el porqué de su actual estado. Al comienzo no lo entendía bien, sólo infería que se trataba de lo ocurrido después del juicio, de su culpa, de que no quería vivir más así.

Poco a poco se fue tranquilizando y comenzó con una confesión que me conmovió profundamente.

Se trataba del resarcimiento civil. Del peso que todos los meses debía pagar, personalmente, con un cheque que debía confeccionar de su puño y letra. Cada día 5, ni antes, ni después; todos los días 5 ....... porque así lo establecía la sentencia.

Me contó detalladamente lo que cada mes le ocurría cuando se aproximaba esa fecha. De su recuerdo recurrente: la cara de Carlos, la que hoy imaginaba en sueños, la que ni siquiera vio aquella noche a 140 kilómetros por hora.

De aquel Carlos gritando sordamente.... del impacto de su auto, del ruido de los huesos rotos; de la carne casi intacta; del cuerpo sin sangre, pero desarticulado como un títere; de su cobarde huída.

De sus pesadillas permanentes, de querer morirse los días anteriores a cada 5. De esos días previos, al principio pocos, pero que ahora son todos, los 30 del mes... porque no tenía ya descanso entre un pago y otro, todos estaban malditamente encadenados, como si vencieran siempre.

- "¡Matame Enrique, por favor!.... ¡Hacelo vos, o decile al padre de Carlos que tome mi vida, que se la doy, pero que termine con este calvario cuanto antes!."

- "¡Todavía tengo más de 150 meses por delante.... Toda una vida para recordar aquel momento!" – suplicaba e imploraba a la vez -, como si yo fuera el redentor de sus pecados, como si pudiera acabar con su flagelo.

Creo que necesitó contárselo a alguien, limpiar su conciencia... Que otros supieran.

Fue en un descuido, no lo vi. La ventana estaba abierta. Saltó casi sin que lo notara. Seguro, sin emitir sonido alguno durante su caída. En paz y tan solo como Carlos aquella noche.

sábado, 16 de junio de 2007

Gota a gota - Parte 1

Nunca olvidaré aquel rostro. Soberbio, desagradable, plagado de gestos propios de quien se siente un seguro ganador.

Ingresó a la sala con ese andar cinematográfico digno de un actor de Hollywood, secundado por dos agentes vestidos de civil que ni siquiera lo tomaban de los brazos.

¡Parecía tan libre!. Sólo las esposas que circundaban sus muñecas – perfectamente disimuladas bajo la costosa camisa de Armani que llevaba puesta - delataban que se trataba de un procesado.

Era hijo de un notorio empresario local, lo que lo convertía en intocable como su progenitor. Era de esas personas criadas bajo el manto protector de la impunidad - primera escuela de la que se nutren - y a la que le siguen la Universidad del desprecio por el prójimo y el inevitable Postgrado en fama y dinero fácil.

Tres meses había durado el juicio. Todo el pueblo se reunía los días de audiencia para tomarle el pulso al caso, quizás el más resonante en 50 años. Tres meses durísimos, durante los cuales la fiscalía no cesó de presentar pruebas en su contra. Tres largos meses en los cuales su joven y burlona sonrisa contrastó con la pena y la indignación de familiares y amigos de la víctima.... su víctima.

Ya nadie disponía del espíritu y la paciencia para soportarlo otro día más. Su actitud mordaz caldeaba segundo a segundo los ánimos de los presentes; se pedía a gritos una condena, un reproche ejemplar que impartiera justicia.

La mayoría querían verlo muerto, ejecutado. Como él lo hiciera con el pobre Carlos, un muchacho en la plenitud de sus años, que había cometido el único pecado de cruzar una calle cualquiera aquella fatídica noche de invierno. Otros, los menos, querían que se pudriera en la cárcel de por vida.

Pero, más allá de lo que unos y otros deseaban, todos los presentes en aquella sala abrigaban el mismo odio por ese triste personaje que parecía no sentir el más mínimo remordimiento por el crimen cometido.

El Juez apareció de improviso, casi nadie notó su ingreso. Estábamos muy ocupados observándolo; tenía todos los ojos encima, especialmente el de los padres de Carlos, destruidos física y emocionalmente desde que su hijo los abandonara.

“¡Orden en la sala!” – se escuchó de boca de su Señoría -, y acto seguido todas las miradas fueron para él.

Todo se tiñó de un profundo silencio. Tan tenso como forzado, pero que dejaba entrever un clamor generalizado de “¡Justicia, ya!”, sin pérdida de tiempo.... Que imploraba con un mudo grito esa palabra mágica: “¡Culpable!”.

“¿Tiene el Jurado su veredicto?”, interrogó el Juez.

“Sí, su Señoría”, respondió un agotado vocero del grupo.

Podíamos jurar de antemano que la condena sería antológica, nadie dudaba de ello. Pero, nunca se sabe bien en estos casos... No sería la primera ni la última vez que la señora ciega nos sorprendiera con sus “salomónicos” fallos.

"Se encuentra al acusado culpable de la muerte de Carlos Vega en los términos del artículo .......” – proclamó el Jurado – y comenzaron los primeros comentarios.

Comentarios que, en instantes, terminarían en insultos cruzados.

El porqué del alboroto era obvio. La sentencia era ridícula. Hablaba de “homicidio culposo”, sin intención, y todos sabíamos que no se podía hablar de “culpa” , de “fue sin querer”, cuando se atropella a un hombre a 140 kilómetros por hora, una noche lluviosa, y en pleno ejercicio de las facultades.

Había dolo por donde se lo mirara, tanto como desprecio por el prójimo. Era innegable que le tenían miedo.... El Juez, el fiscal, los del Jurado. Todos sospechábamos que el fallo había sido el lamentable resultado de “consejos y recomendaciones”, de esos que se reciben anónimamente por teléfono a medianoche, de los que no se pueden probar.

¿Cómo habíamos podido llegar a tal punto? – nos preguntábamos -. Sin una condena penal como Dios manda.

Carlos Vega había sido revoleado por los aires, desarticulado como un muñeco, partido en mil pedazos sólo unidos por la entereza de su juventud. Quizás Carlos ni siquiera se dio cuenta de que moría. No tuvo tiempo de enterarse, murió en el acto, de un solo golpe, como un animal en el matadero.

Como pude, resistí mi indignación y presté nuevamente atención a lo que se decía en el recinto. “Se condena al acusado a 2 años de prisión en suspenso y la accesoria civil de 200 pesos, pagaderos de la siguiente manera: ............”. Fue en ese instante cuando reparé en la última frase.... “... ¿Escuché bien? – me dije – “¿Doscientos pesos?... sonaba a burla sobre burla.

“¡Silencio en la sala!” – vociferó el Juez reiteradas veces – alterado por el descontrol de la gente. Sin embargo, en la Defensa se vivía todo lo contrario. Había caras tranquilas.

¿Me habré perdido algo? - me dije para adentro.

Se pidió la repetición de la sentencia: “... 200 pesos pagaderos mensualmente por el acusado, todos los días 5 o hábil siguiente, a razón de un peso por mes, mediante cheque depositado en la cuenta N° 012-131348, del Banco San Cristóbal”.

Escuché de alguien en la sala que había sido el padre de Carlos quien solicitara tan pequeño monto ... que originalmente la fiscalía pretendió demandar al acusado a pagar 1 millón de pesos, pero que el padre quiso arreglar extrajudicialmente la reparación por una cifra marcadamente inferior, en tanto se saldara bajo sus estrictos términos. A priori, parecía una locura, pero no, tenía su sentido ... Había sido un 5 el día en que su hijo perdiera la vida.

Esta historia podría concluir aquí, como una más de esas a las que nos acostumbra el injusto mundo en que vivimos.

Sin embargo, aquí comienza otra historia, la mía. El que manejaba aquel auto a 140 kilómetros por hora era Osvaldo López Sarmiento, mi amigo....... ex amigo, mejor dicho.

Patricio D'Orrys
Continuará ...

domingo, 10 de junio de 2007

El Jurado

Tengo un grave problema, soy un “jugador compulsivo”. Si de apostar se trata, estoy al pie del cañón. Jugar para mí lo es todo.

Cuando juego, vivo; cuando no, me siento morir.

Y eso recuerdo que me pasaba aquella tarde, me sentía como muerto. El clima estaba horrible. No tenía un peso y las cuatro paredes de la habitación del hotel se me caían encima.

Nada qué hacer, nada con qué jugar!... Me daba lo mismo cualquier cosa; sin el vértigo del juego, esa vida era una mierda …

Creo que fue alrededor de las 3 PM cuando sentí golpes en mi puerta. Abrí y los vi.

Trajeados, con anteojos oscuros, esos 2 tipos parecían salidos de una película de mafiosos. Podían ser abogados, inspectores municipales o matones… Cualquier mote les iba bien.

¿Usted es Luis Robledo? -me preguntaron-, y a partir de allí comenzó esta odisea que, les aseguro, cambió mi vida.

Los tipos fueron directo al grano. Me dijeron que eran apostadores, como yo. Que sabían mucho de mí. De mi pasado y presente, de mi adicción al juego. Y que por esos motivos me habían elegido…

Me propusieron una cosa tan absurda que me llevó a decirles de entrada: “¡Rajen de acá, ustedes están en pedo!”….

Pensé que se habían equivocado de persona, porque me plantearon “escribir un cuento”. Sí, a mí, que lo único que sabía hacer era jugar.

Pero la cosa no terminaba ahí… El cuento en cuestión era para un concurso, y había un premio de 10.000 pesos para el ganador. La verdad, bastante tentador.

No obstante, como lo mío no era escribir, lo tomé a la ligera. Hasta que uno de ellos -el más inquieto- me dice: “Pero hay 100.000 si lográs ganarlo. Mi amigo y yo apostamos a favor y en contra tuyo. Yo pienso que perdés; él siempre deposita una gran esperanza en las personas. Cree que podés hacerlo…¿Qué te parece, aceptás o no?".

Claramente, era una apuesta. Los dos tipos estaban más locos que yo por el juego, le apostaban a cualquier cosa.

"¿Y si no gano el concurso?", pregunté por preguntar, ellos ni habían sacado el tema.

“Ah!! … Nos entregás tu vida”, me respondieron al unísono, como si lo hubieran ensayado. La verdad, también los tomé a la ligera. Sin embargo, por curiosidad nomás, les pedí mayores precisiones.

“¿Y qué significa eso de mi vida?”

Y muy sueltos, me contestaron: “Su vida, eso”, de ahí que los mandara a cagar como les conté al principio. Si bien mi vida no valía un carajo -ya estaba rifada antes que ellos aparecieran-, no era cosa para jugarla así porque sí… Además, ¿Yo, escribir algo?... ¿Cómo mierda iba a ganar, sin experiencia?.

“Les repito, váyanse, no me interesa”, fue lo penúltimo que les dije. Pero, antes de partir, me dijeron algo que me dolió mucho. Me señalaron que “Se iban decepcionados, que no esperaban que un jugador de mi reputación rechazara un desafío”. Sintetizando.... me trataron de cagón.

Con la puerta ya cerrada y el eco de sus pasos de fondo, me comenzó a correr por el cuerpo esa sensación que me jodió tota la vida. Pero esta vez era como una mezcla del orgullo herido y el bichito del juego, todo junto.

Era un cagón, sin dudas. Nunca me había echado atrás en nada; me había jugado sueldos enteros… Y todo por el simple hecho de “ganar”; lo que fuera, no importaba qué, ni lo que tuviera que hacer para lograrlo. Pero ahí estaba yo, diciéndole “no” a la oportunidad de mi vida… O de mi muerte.

Abrí la puerta y los paré. “¡Acepto!”, les grité a la distancia; eso fue lo último que les dije. Y desde el hall de la planta baja resonó como eco: “OK, tenemos un trato”.

Manos a la obra -me dije- y me puse frente a una hoja, lapicera en mano. Tenía que escribir algo interesante, y contra reloj. Tenía 7 días… Pero, además, tenía que ser algo bueno, para primerear. No había lugar para segundos ni terceros puestos.

Los primeros días fueron duros, hasta que la idea llegó, como por casualidad. Y así, poco a poco, la historia fue tomando forma. Letra a letra, fui adquiriendo confianza. “No es tan difícil”, reflexioné.

¡Aleluya!, recuerdo que grité al sexto día cuando escribía la última palabra: “Fin”. Y aunque no me parecía que fuera una historia para el primer puesto, alguna chance de pelear había. Tenía como un presentimiento de que me iba a ir bien, no sabía porqué...

Nuevamente la adrenalina del juego me recorrió el cuerpo. Como si aquellas hojas fueran el billete ganador. Y así, como estaba, salí disparado a la dirección donde debía presentarlo.

“En dos semanas tendrá noticias nuestras, si es de los que resultaron premiados”, fue todo lo que me dijeron al recibir el sobre.

Contaba los días con desesperación. Pero pasaban, y nada… No había respuestas. Me empecé a inquietar. Cuando salía a la calle, miraba en todas las direcciones. No fuera que a la vuelta de la esquina me encontrara con aquellos tipos y me pusieran una bala, o un cuchillazo...

Pero al décimo octavo día recibí aquella carta. No lo podía creer!... Me convocaban para la entrega de premios, o sea, “...Había algo para mí!”. ¡Y yo que pensaba que en cualquier momento Iba a ser “boleta”!...

Vestido con la mejor ropa que conseguí prestada, llegué al lugar donde sería la entrega de premios. No era un sitio muy afín a un apostador como yo. No conocía a nadie, había mucha gente...

Me senté y observé para ver si alguno me era familiar... Y sí, encontré un par de caras conocidas, casi me muero infartado al verlas.

Dos de los tres miembros del jurado eran los tipos que me habían visitado. O era una joda de un amigo, o ¿Qué carajo hacían allí?.. ¿Estaría arreglado para que yo ganara?, no sabía qué pensar.

Ya habían pasado las menciones, el tercero y segundo puestos, cuando en una de esas escucho: “Primer premio para Luis Robledo, por EL JURADO”... Casi me desmayo. Y más cuando uno de “ellos”, el que me tenía fe, me entrega las 10 lucas y me guiña el ojo.

“Dios existe!”, susurré para adentro. Agarré la guita y me fui corriendo a casa. Lo de las 100 lucas lo descarté, tenía que ser una joda, sin duda. Pero más allá de eso, estaba la realidad…

Alguien, una hada madrina que desconocía, no sé quién, me había elegido a mí. Y me había hecho ganar mucha plata. Alguna razón tendría, vaya a saber cuál … Pero “Qué más da saber el motivo”, me dije, “Bienvenida sea mi suerte!".

Con la plata podía pagar mis deudas y comenzar desde cero, pensé en un primer momento... Pero me arrepentí al instante. No llamé a mis acreedores ni le dije nada a nadie... “Qué se caguen, a esos explotadores les sobra la guita!!".

Mis planes eran otros: rajarme bien lejos y tener el desquite de mi vida... Jugármelo todo y hacer saltar la banca en algún lado.

A los tres días, y a punto de salir de casa para Mar del Plata con las valijas en mano, siento golpes en la puerta de nuevo.

No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Eran “ellos” otra vez, y pensé: “Mis ángeles benefactores que me traen las 100 lucas, estoy bendecido!”...

Pero, no...

“Tuviste tu oportunidad de pagarnos” -me dijeron- y lo último que recuerdo es esa pistola apuntando a mi cabeza mientras escribía esta…

Patricio D'Orrys

viernes, 25 de mayo de 2007

La despedida

Esteban no supo sino hasta aquel momento cuánto la quería!. Pero ya era demasiado tarde, había partido.

“¿Por qué fui tan estúpido??” –se cuestionaba-, como buscando en el martirio personal un castigo mayor a su reciente pérdida.

“Habría bastado dejarla hablar, escucharla. Y no la dejé!.. “

No, Esteban no dejó que Clara le dijera nada... Si algo caracterizaba su personalidad –y él lo sabía-, era ese mal hábito de tener siempre la última palabra, casi una enfermedad.

Clara se había ido, para no volver... Y aunque ella no lo había dicho exactamente con esas palabras, él era consciente de ello. No era tonto... Las despedidas definitivas le eran muy familiares, sabían y olían diferentes. No era la primera vez que se le escapaba alguien de esa manera.

Esteban gritaba como un loco su nombre. Quizás, creyendo que sería escuchado a la distancia y que ella vendría en su auxilio... Pero era imposible, hacía varias horas que se había marchado... Ya estaría bien lejos, seguramente.

No lo aceptaba ...

Esteban era un hombre muy terco, de esos que no se rinden fácilmente. Recuperarla no le estaba reservado únicamente al campo de los milagros. Él sentía que podía revertir su triste realidad, aunque no sabía bien cómo..

En un últimno intento desesperado tomó el teléfono ... ¿Una última llamada? -imaginó-... ¿Pero a quién?... ¿De qué iba a servirle?... Nada iba a poder cambiar el destino. A lo sumo, confirmaría la triste verdad que tenía ante sus ojos... Estaba solo una vez más.

“¿Por qué no la detuve?” –volvía a recriminarse entre lágrimas-... Esteban transitaba de la esperanza a la depresión, como condenado a obedecer la voluntad de un péndulo. La idea de haberla perdido para siempre, invadía su cabeza como un cáncer...

“Ella quería decirme algo... pero, qué... Qué?”.

No había respuestas, ni las habría... Esteban aún no había podido retirar su mano del cuello de ella.

Patricio D'Orrys

miércoles, 2 de mayo de 2007

Convocatoria a escritores

"TLG" nació con la intención de ser un espacio recreación y disfrute. Un sitio amplio en temáticas y contenidos, abierto a los amantes de la lectura del mundo de habla hispana.

Pero también fue creado con otro objetivo... Ser un lugar de comunión para aquellos que gusten de contar sus propias historias, de fabular grandes batallas que jamás sucederán; un gran arcón de cuentos fantásticos, de horrores y crímenes, pero también de amores obsesivos, pasiones descontroladas e intrigas que hielan la sangre.

Un medio o un fin, según se lo mire. O simplemente un camino a través del cual toda historia, grande o pequeña, encuentre sentido por el solo hecho de haber sido deseada por su autor.

Por ello, desde TLG, nuestro Blog, convocamos a todos aquellos que tengan una "buena historia que contar", a que nos la hagan llegar a la siguiente dirección de correo electrónico: ferrantekramer@latinmail.com.

Únicos requisitos: que no excedan las 2 carillas tamaño carta en tipografía de tamaño 10, y que se indique si se desea publicar bajo el nombre del autor o un seudónimo.

Dentro de nuestras posibilidades -lamentablemente nuestras obligaciones laborales no nos dejan disponer de todo el tiempo que gustaríamos- nos comprometemos a leerlas, seleccionarlas y publicarlas.

La convocatoria está abierta. La próxima judada es de ustedes...

AlexB - P. D'Orrys

martes, 24 de abril de 2007

¿Otra vez tarde?

- Otra vez tarde nene?

- Este.. y sí Juan, qué querés que haga....el tren, viste?.

Así son todos mis días, de lunes a viernes. La misma pregunta, la misma respuesta. Y para peor, lo del tren es cierto.

Siempre hay problemas en el Sarmiento. Pero, como siempre fui “objetor de horario laboral”, a esta altura ya nadie me cree ni un poquito.

- A ver... contá qué te pasó hoy, así nos divertimos un poco - me dice mi jefe – cortejado por mis socarrones compañeros.

Como presentía una “gastada” y no quería ser el monigote de turno, atiné al salvavidas habitual.

- Mirá Juan, hoy tuve un día de esos que es mejor olvidar... Dejame de joder que no tengo ganas!.

- Pero dale, che, que todos queremos escuchar, dale!! – insistió -.

- Bueno, les cuento así la terminan de un vez! – dije, mirando resignado al grupo

- Como todos los santos días, me subí en Ituzaingó. El tren arrancó, y hasta ahí todo normal. Pero en eso comenzó a llover y me puse mal porque no tenía paraguas.

Llovía como si fuera el Diluvio Universal, desde la ventana no se podía ver ni a 10 metros... Y para coronar el viaje, empezó a entrar agua al vagón.
Seguía subiendo gente, toda empapada, y ya no se podía respirar.

Cuando restarían unas cuadras para llegar a Liniers... paf!... una tipa se desmaya y cae en medio del vagón. Se debe de haber asfixiado.

Al caer hace un ruido seco del demonio. Se le rompe la cabeza contra no se qué... Creo, sobre el comando de las puertas. Era una mujer de unos 40 años, bien vestida, iba al laburo, seguramente.

Le empezó a salir sangre del bocho, a borbotones!!!.

La gente estaba entre puteadas y gritos: “Ayuden a esa mujer, por favor !”, gritaba una. “Hagan algo!”, vociferaba otro. “Uy... otra vez sopa!”, se lamentaba un tercero, pero nadie movía un dedo.

Quién carajo la iba a tocar, si después te comés un quilombo legal cuando viene el SAME o la policía!.... Además, con esto del Sida, todos tienen miedo de tocar sangre, viste?. Bueno, la cosa se estaba poniendo jodida y a uno de los pasajeros se le ocurre accionar el freno de emergencia.

El tren se para de golpe y casi nos vamos todos a la mierda. Más puteadas, más gritos..... era incontrolable.

Algunos se alejaban, otros la miraban de cerca para ver si respiraba..... pero no se movía, parecía como muerta!.

- Pero esperen chicos, que aquí viene lo peor – insinué para prepararlos - .

Un muchacho de unos 25 años empieza a forzar una de las puertas, como para bajarse.

“Pará flaco!”, le grita uno. “Qué hacés, no ves que estamos en medio de la vías y llueve como la gran siete!”.

El pibe le responde que se va a tirar para pedir ayuda. Pobre.... si supiera que su día iba a terminar como terminó, ni en pedo amaga a tirarse.

- ¿Che, me traen un poco de agua? – dije mirando al grupo -.

- Dale, que vaya alguien a traerle un vaso, pero seguí, no nos dejes con la espina!! – bramó mi jefe -.

- Bueno, sigo.... El muchacho se baja, corre unos metros, y cuando lo vemos alejarse, se siente una explosión, un grito sordo, y todos alcanzamos a ver una silueta humana entre llamas y humo... algo espantoso.

Era el flaco que se había enganchado con el riel de la corriente eléctrica!.

¡La puta madre!, me dije...¡Pobre Cristo, carajo!!.

No saben muchachos el olor que empezó a entrar en el vagón, un hedor a carne quemada que daba ganas de vomitar... un asco.... Y la imagen del pibe, como una estatua, durita, ardiendo en ese inmerecido infierno.

¿Saben ustedes lo que son 550 voltios de corriente continua?.... Mi viejo – que sabía de eso – me contaba que son peores que los 220 del enchufe, porque no te podés despegar.... es como un imán!! Te hierve como a un pollo en segundos!!. Es terrible!!

- ¡¡Pará, pará Carlos!! - me dice una compañera del sector -.. - No contés más, por favor!!!... Si este tarado de Juan quiere seguir escuchando, contáselo en el baño, pero acá no sigas que me descompongo!!.

- Bueno che, ustedes querían saber qué me había pasado...... aquí tienen la razón. Les gustaría pasar por lo que pasé yo hoy?. Creen que estoy de fiesta?.

En ese momento Juan, blanco como una hoja, interrumpe y balbucea:

- Mierda, che!!.... Lo que acabás de contarnos es de terror, ni en los cines te esperás una historia como esa!! Es como para escribir un cuento!

Patricio D'Orrys