Su elección, si bien difícil, le deparó más de una alternativa: Argentina, Brasil y Canadá. En cualquiera de aquellos ignotos países encontraría el abrigo de tan queridos como extraños parientes. Pero para él, cualquier lugar daba lo mismo: “Aquí o allá”, era la cuestión central... morir o vivir, penar o soñar.
Buenos Aires le presentaba el mejor candidato para semejante jugada: el tío Pablo... y se llamaba igual que él, para más. Casualidad, o quizás no tanto – reflexionaba - pero sí razón suficiente para conferirle a su inminente desarraigo el toque personal e íntimo que necesitaba en aquel momento... Esa cuota de magia ligada al destino que anima a todo ser humano a tomar grandes decisiones al menos una vez en la vida.
Siquiera había partido, y ya fantaseaba con su llegada a estos pagos. Imaginaba que el tío Pablo sería la persona ideal para querer, para convertirla en su nuevo padre, uno merecidamente mejor al que con ninguna tristeza dejaba atrás en su pueblo natal.
El tío no tenía hijos, lo que lo hacía aún más entrañable; representaba para él ese deseo siempre adelantado de un porvenir diferente; la realización de un proyecto muchos años demorado; un lugar en el que nadie le era cercano y todo estaba por hacerse.
Su tío era el hermano de su madre. Había llegado a Argentina mucho tiempo atrás, a principios de siglo, y ostentaba una holgada posición económica, hecho que en su condición de único sobrino le garantizaba la generosidad y el afecto que tanto le negaran durante su niñez.
Una niñez cargada de ausencia paterna – “Me voy a hacer la América “ le dijeron alguna vez que fueron las últimas palabras de su padre cuando partió a Estados Unidos a forjar fortuna por más de 10 años -; una niñez famélica de ternuras, y al cuidado de una mujer joven y sola – su madre - que no encontraría nunca completo alivio en la sola compañía de un hijo de apenas 4 años.
Esa infancia había sido su pequeño infierno, quería escapar de ella a cualquier precio. Imploraba olvidar todas esas imágenes fragmentadas, incompletas, ambiguas con las que había convivido; desterrar para siempre ese infausto pasado, tan doloroso como vacuo.
Su renguera, producto de un accidente en su adolescencia, le reclamaba huir desesperadamente de la vista y del comentario de todos; era el desvalido del pueblo, el probrecito, al que solo la lástima no le era esquiva.
“Sí, Buenos Aires”, se dijo, y partió a conocer a su tío Pablo, tan lejano como deseado, tan amenazante como prometedor.
Y luego de un interminable mes en barco, llegó el día de aquel ansiado encuentro. En un Parque Chacabuco que lucía muy diferente del pueblo pastoril que lo acompañó por casi 30 años.
Esta nueva tierra le daba tanto miedo como asombro; las mismas ganas de amarla como de odiarla. Pero ya estaba allí, y con el dedo sobre el timbre de la casa de su tío, pero sin las fuerzas suficientes como para hacerlo sonar. Le faltaban agallas, estaba atemorizado ... Se le abría un mundo nuevo, pero desconocido a la vez. Se alejó de la casa y regresó tantas veces como su falta de coraje le sugirió hacerlo. Pero, después de infinitas cavilaciones, la noche y el frío le aconsejaron golpear la puerta y terminar con esa angustia de una vez por todas.
“Pablito!!!” fue lo primero que escuchó de aquel viejo que, duro en apariencia, no disimuló sus ojos vidriosos por la emoción. Lo estaban esperando, él y su esposa, Antonia, que se perfilaba por detrás, con una sonrisa encantadora de bienvenida.
Él habló castellano como pudo; el largo viaje le había servido para aprender algo de español. Su tío – piadoso - le facilitó la tarea “... Parlando italiano”, lo que le hizo perder un poco de ese temblequeo nervioso que lo había perseguido desde que entrara.
La primer noche lo acogió apacible, en una cama blanda, y cobijado bajo perfumadas sábanas ... "¡Querida tierra ... gracias, me siento vivo!", se dijo, y se echó a dormir.
Los siguientes días le sirvieron para ponerse a tono con el lugar. Muchas presentaciones familiares, vecinos y curiosos, le ocupaban gran parte de su tiempo. Pero no era fácil para él, un recién llegado, hacer migas tan pronto; nada ayudaba: el desconocimiento del lugar, el idioma, su renguera, y esa temeraria timidez para relacionarse socialmente… Todo conspiraba en contra suyo.
Creo que fue el taller de su tío - ubicado en la azotea de la casa – el que con sus chucherías y herramientas, le acercó un poco de esa felicidad perdida que no podía encontrar en la nueva gente. En Italia, había estudiado Ingeniería electrónica por 2 años; estaño, diodos, resistencias y condensadores, le eran muy familiares, estaba a gusto con ellos. Su vocación hizo que en poco tiempo se convirtiera en otro más de esos tantos “ingenieri” que solieron darle vida a la Industria Argentina en los años 50.
Pablito armaba radios, arreglaba los primeros televisores blanco y negro, reparaba planchas, veladores y cualquier objeto que el barrio le traía. Era el genio que estaban esperando, el que sabía de todo un poco.... “Lástima que sea rengo...”, se escuchaba comentar de la vecindad. Especialmente de las mujeres, que las había en cantidad, hijas de italianos, españoles, polacos y franceses.
Del otro lado estaba el tío Pablo, quien se desvivía por él. Estaba en todo y para todo, no había demanda de su sobrino que no cumpliera: comida, ropa, dinero, regalos... todo era para Pablito. Podría agregar que sentía un verdadero orgullo por él... Como si fuera su padre. Hablaba de su sobrino y se le llenaba la boca, le brillaban los ojos. En su afán de dar, intentaba robarle cualquier momento, aunque fueran tan sólo unos minutos o segundos.
Esa actitud empalagosa comenzó a molestar a Pablito, quien no dudaba en hacerle notar a su tío el fastidio que sentía ante tanta condescendencia. Un tedio que llegó al punto de llevarlo a cuestionarse qué era mejor, si su pasado en Italia – triste y desvalido - o su presente, cargado de sobreprotección.
Sin embargo, y más allá de esa falta de correspondencia entre él y su tío, los días y los meses pasaron en notable armonía. Pablito era el dueño y señor de la casa, entraba y salía cuando se le antojaba. Lo que empeoraba notablemente con el correr de los días era su carácter, cada vez estaba más huraño y hosco ... buscando siempre refugio en el taller de la terraza ... su único lugar.
La desesperación de su tío en su afán de agradarle, crecía en la misma medida que su desdén por él. Era habitual verlo desenfundar su viejo “fuelle” – un bandoneón Doble A del 1900 -, y hacer de las suyas con un valsecito como El hospital o El aeroplano para llamar la atención... Pero no recibía la más mínima respuesta de su sobrino.
Pablito pasaba delante de él casi ignorándolo, apenas mirando de reojo, como ofreciendo una limosna a un mendigo.
Quizás la desilusión haya sido mutua, no sabría decirles. Posiblemente el tío Pablo no fue para él más que un viejo aburrido y patético, una mala copia del padre que lo abandonó por diez años cuando niño. O acaso haya creído que comenzar de nuevo en otro país le depararía la solución a su infortunio.... ¡Vaya uno a saber!.
Si tuviera que darles mi punto de vista, les diría que el tío Pablo hizo por su sobrino todo lo que estuvo a su alcance para decirle cuánto le importaba, cómo lo quería. En cambio, el destinatario de tanta bondad nunca contribuyó a alimentar la relación, siempre devolvió su más inmisericordioso desprecio a cada una de las demostraciones de afecto de su tío.
Ya al año de su llegada, y en una tarde cualquiera, sucedió lo inevitable. Pablito se encontraba trabajando en el improvisado taller del altillo. Su tío se le acercó como en varias ocasiones lo había hecho, y trató de llegar a él de la manera en que un padre se acerca a su hijo... Con una frase azarosa, casual, con el único deseo de compartir un momento con su ser querido.
“¿Pablito, en qué andás ... qué estás haciendo? – le inquirió. Él, concentrado en lo suyo y ausente como de costumbre, le respondió con un frío “Trabajando ... ¿No ve?”. La antipática respuesta no fue suficiente para desilusionar a su tío.... Estaba acostumbrado a sus descortesías, e insistió en su cometido.
¿Querés que te ayude, puedo darte una mano?, le habló casi al oído, y poniéndole su palma sobre el hombro.
Quizás fue la sorpresa del contacto físico, o acaso haya sido la falta de costumbre de ese afecto nunca recibido .... Pero cualquiera haya sido la razón – no importa -, su cuerpo se estremeció dejando caer una radio que estaba arreglando, con tan mala suerte que se hizo pedazos al tocar el piso.
“¡Pero la puta madre tío... Por qué no me deja de romper las pelotas... Mire lo que me hizo hacer!", le gritó, mirándolo fijamente a los ojos y quizás por primera vez con tanta determinación y odio.
El tío se quedó mudo, ahogado en su propia impotencia. La frase “¡No me rompa las pelotas!” le resonó una y otra vez, como la voz de un eco interminable. Era un viejo de casi 70 años, hecho a la antigua... No estaba acostumbrado a que le faltaran el respeto de esa manera.
Miró a su sobrino sin proferir palabra. Sus ojos estaban vidriosos, llorosos. Su respiración, entre agitada y contenida. Dio media vuelta, y se fue sin abrir la boca.
No entendía el por qué de la ira y maltrato de su sobrino. “¿Qué le hice?”, se preguntaba. No encontraba razón, él y su esposa no habían hecho otra cosa que darle todo. Y quizás ése haya sido el motivo: ninguna imitación sustituye al original, ningún tío al padre. Ningún nuevo amor, por bueno que sea, entierra los todos los fantasmas de la sangre.
Y así fue que desde aquel día nada más se dijeron. Nunca más se hablaron. Todo lo que se debían entre ellos, era resuelto a través de un intermediario: la tía Antonia.
Ella ofició de intérprete por más de 15 años. Quince años durante los cuales nada se supo de lo que uno y otro sentían. No hubo amor ni odio visibles... Nada. Sólo un rencor inconfeso, pero latente como aquella frase que cambió la historia entre ambos, solo intercambio de consignas a través de la tía Antonia, en su nuevo e incómodo rol de mensajera: “Tía, dígale al tío que mañana.....”, o, del Tío Pablo, “Decile a ese que cierre la puerta del taller cuando se vaya porque....”.
El tío ya no se referiría más a su sobrino con el tan entrañable “Pablito”, sino con un “Ése”, desprovisto de afecto, cargado de mudo resentimiento. Su nombre no sonaría más de su boca, por largos quince años. Y me consta que fue así... El nombre de mi padre, Pablito, jamás se volvió a mencionar en aquella casa de Parque Chacabuco hasta el día en que me contaron esta historia.
Y fue de la boca del propio “tío Pablo” -así lo llamaba yo también-, que la supe.
“No tío”, le dije... “¡No soy igual, yo soy Luis, perdóneme, yo lo quiero mucho tío, no sabe cuánto lo quiero!”. Y sin más, lo abracé fuertemente. Él hizo lo mismo, y nos pusimos a llorar como chicos; aún hoy me estremece recordarlo.
Mi papá no estuvo presente aquel día de mi discusión con el “Tío Pablo”, ya se había separado de mi madre. Jamás se enteró de lo ocurrido.
Poco tiempo después, el pobre Tío enfermó. Y fue a mí a quien le tocó padecer la agonía de aquel querido viejo. Estaba muy cansado, llevaba 85 años a cuestas.
No soportaba la idea de verlo morir en un hospital, era injusto. El tío Pablo no se merecía una despedida así. Ese viejo era mío, parte de mi vida.... Lo había sido todo: mi tío, mi abuelo, mi padre ausente.
No sabía qué hacer, y me faltaba valor para estar junto a él en su partida. Desesperado, sólo rezaba todas las noches y fantaseaba con la idea de un milagro.
Una tarde, a pedido de “Mi tía Antonia” – así llamaba yo también a su esposa – me decidí a ir al hospital. El Tío estaba acostado, medio dormido, con los ojos cerrados. Debió de haber sentido mi presencia, no sé cómo explicarlo... Pero a poco de entrar a su habitación, recobró la lucidez.
“Tío!”, le dije contento de ver sus ojos buenos una vez más.
“Hola Pablito”, me respondió. “¿Cómo estás?... ¡Qué lindo que me hayas venido a ver! .... “¿Te acordás cuando íbamos al cine del pueblo a ver las películas de Chaplin?.... “¡Cómo nos reíamos, te acordás! ... ¿Qué lindo volver a verte, Pablito .... Qué alegría que estés aquí!”
Yo estaba desconcertado, no supe qué decirle.
Por detrás, su esposa Antonia me dijo que hablaba incoherencias y lo mezclaba todo: nombres, rostros, fechas... Que quizás me confundía con algún amigo de la infancia, de aquella Italia mágica a la que jamás retornó. “Seguile la corriente”, me sugirió ... Y conversé con él por unos minutos hasta que se durmió susurrando aquel nombre, el de mi padre.
Sus últimos recuerdos antes de partir le habían jugado una mala pasada. Sus últimas palabras traicionaron quince años de innecesario rencor y silencio, dejando al descubierto un inconfeso amor, un amor deseado desde lo más profundo del corazón.
El amor por su sobrino, su hijo postizo, “Pablito”, pero lamentablemente enredado con el rostro de quien tiene a cargo contarles esta historia.
“¡Qué muerte triste!”, reflexioné. Debió haber sido mi padre el que ocupara mi lugar... A él estaban dirigidas esas palabras.
Fue desde aquella tarde que comprendí la necesidad de perdonar, de no vivir con un estúpido resentimiento a cuestas. Me dije a mí mismo “No hay nada que no valga la pena ser perdonado”, aunque duela, aunque parezca imposible.
Cada vez que necesito grandeza de espíritu, indulgencia, recuerdo la voz del tío Pablo antes de dejarme: “Pablito, Pablito, Pablito”.
Patricio