domingo, 23 de diciembre de 2007

La inercia de las no palabras

Indiferente a las voces externas, portadoras de frases inconexas, pedidos rutinarios, preguntas tendientes a desmenuzar el silencio, reclamos interrumpidos por un penoso vacío, Abel experimentaba un misterioso estado de excitación y angustia, habitual en los momentos en que se veía enfrentado a la incómoda interpelación de una hoja en blanco.
Su obstinada fe, o mejor dicho, su perseverancia caprichosa ante cualquier argumento racional que pusiera en tela de juicio esa seguridad absurda de conseguir trascender un instante de pánico y naufragar en un mar de impotencia, le transmitía cierta tranquilidad.
Al mismo tiempo que su cerebro, recorría el inextinguible repertorio de palabras, acumuladas durante horas y horas –quizás, media vida si alguien se tomara el esfuerzo inútil de contabilizarlas, yo no lo haré- de lecturas para comenzar a escribir y, así, superar el duro trance -sabrán disculpar la redundancia, ¿no?- de comenzar a escribir algo, estiró las piernas hasta por fin lograr una fugaz comodidad. La tos quejosa de un anciano, tapado por la voluminosa silueta de una mujer en pleno deleite gastronómico de un pebete de jamón con tomate, lo perturbó.
En realidad, le resultaba trabajoso discernir qué era exactamente lo perturbador. Todo se resumía a la irritante tos, no había dudas. Sin embargo, no podía obviar el malestar generado al levantar su cabeza y encontrarse con el patético cuadro, enfrente: la deglución obscena de un pebete.
El término obsceno parecía una exageración. Por lo general, se utiliza para referirse a otro tipo de situaciones, no ligadas a la sensación de asco como en este caso, sino con el firme propósito de establecer distinciones entre una conducta normal y otra desmedida. Un acto tan simple y natural, por ejemplo comer, supone la perfecta armonía del cuerpo y el espíritu, el control del instinto en pos del placer gustativo, reminiscencias de sabores pasados que convocan recuerdos.
Las sobras de medialunas, que Abel había dejado tras un lacónico -dos medialunas, por favor- horas antes de que el bar comenzara a atestarse de gente, los mozos debieran soportar pedidos incongruentes- sandwiches de miga con poca miga para no engordar- y que la humareda no llegara hasta su mesa, a unos metros de la caja registradora hacia donde, de vez en cuando, dirigía la mirada para perderse en los ojos soñados de esa chica o se contagiaba de sus bostezos.
Las medialunas, en el plato, mantenían latente la consistencia gomosa de su masa.
Ella, la chica que ahora mismo se debate entre el aburrimiento y el temor de cobrar de más algún ticket, se había acercado para retirarle el plato y Abel le había obsequiado un gesto desaprobatorio e incomprensible. Similar al que se puede recibir en ocasiones donde uno se apropia de lo ajeno. ¿Por qué esa reacción desmesurada frente a un acontecimiento insignificante? Pregunta molesta para un hombre acostumbrado a pensarlo todo.
Bastaba con un sencillo -déjelas, por favor, señorita - pero no. No. De acuerdo a los parámetros seguidos por Abel, la suya no sólo había sido una conducta anormal, sino que, además, podía considerarse obscena. Sin proponérselo, el vulgar gesto lo equiparaba al nivel de la devoradora de pebetes, despreocupada por la mayonesa, que se escurre por sus labios fucsia y cae en un hueco del vestido junto a restos de tomate. No encontraba una posición adecuada para sus piernas, demasiado largas, conflictivas desde su infancia, al extremo de privarlo en la calesita-por citar uno entre muchos otros casos- de sentarse en autos, aviones o helicópteros.

Debió conformarse con montar unicornios y burros en el lapso que duró su encantamiento por la calesita, antes de volcarse, en forma definitiva, a la lectura y, posteriormente, a la escritura. Y ahí se encontraba, abrumado por la hoja que seguía igual de blanca, a la espera de alguna frase inspirada, o comentario acerca de las medialunas que había cuidado con recelo.
No iba a comerlas, estaban gomosas. Peor entonces, la necesidad de deshacerse de ellas incrementaba su angustia. Hacia donde mirara, no encontraba otra cosa que gente comiendo, chorros de salsa vertidos sobre un plato de fideos, danzas de bandejas repletas con bebidas, tragos multicolores, desfile de comisuras sucias, donde los pedacitos de servilletas de papel quedaban impregnados.
Entre la bruma de humo incesante, que de a poco se estaba apoderando del lugar, todos parecían espectros. Solo en un mundo de espectros, lo escribió con desgano, poco convencido de decir algo interesante.
Lejos de encontrar alivio tras haber derrotado a la inercia de las no palabras, sentía, a partir de este momento, otra interpelación: la de la hoja escrita, por un tiempo inmaculada, suspendida en la eternidad de lo que pudo haber sido, un cuento, un poema, el prólogo de un ensayo sobre las medialunas, una carta de amor dirigida a la víctima del gesto censurable o el escueto trazo de un personaje abatido por el ojo acusador de quien lo creó. Dejó escapar un resuello. Una, dos, tres veces.
Veía todo más nítido: el bar era un inmenso teatro de marionetas entrelazadas por un hilo invisible que pendía del techo, sombras de movimientos repetidos sobre la pared, atravesadas por el grito prolongado de mil gritos. Solo en un mundo de espectros, atravesado por el grito de mil gritos, siguió escribiendo.
Secó su frente transpirada en medio de un desahogo sordo. Reparó unos segundos en la figura extraña que se había formado a raíz del sudor. Luego, intentó con todo el rostro. Apretó. La tela le devolvió una huella de sus facciones. Su boca, ésa era su boca, el resto no le pertenecía. Sorprendido del hallazgo, volteó sus ojos hacia la caja registradora. Ella estaba de espaldas. El pelo cubriéndole los omóplatos.
Movía los hombros para desembarazarse del hastío, presa en una jaula de vasos de cristal y botellas. Giró, de repente. Los brazos sueltos y sus ojos intensos, de un celeste intenso, relajado e irresistible. Un estallido de luz celeste alcanzó a Abel y el bar ya no era un bar. Se trataba de una playa donde Abel tampoco era Abel, sino un caminante errabundo a merced del dictado de la arena. La mujer obscena del pebete se había vuelto una niña, al borde del éxtasis con un helado derretido, los cachetes manchados como su vestido de lunares blancos, deslumbrada por el carraspeo de las olas. La arena quemaba. Pero qué importa, el errabundo seguía embelesado con los anillos de espuma, que reposaban en la orilla y, al desaparecer las olas, el celeste intenso de los ojos del mar había borrado la playa, la nenita del helado, todo.
Menos el anillo de espuma blanca, que ahora rebalsaba en la orilla de un chop de cerveza fría para la mesa cinco. “Solo en un mundo de espectros, atravesado por el grito de mil gritos entre la espuma del mar celeste e irresistible”, agregó a la hoja en blanco, con la tranquilidad de haber derrotado a la inercia de las no palabras.

Pablo Ernesto Arahuete