domingo, 2 de noviembre de 2008

Momentos

Llegó al amanecer.

Abrió la puerta de rejas quebrando el silencio y la quietud que prevalecía en el lugar.
Luego traspuso el jardín y se detuvo bajo la arcada, a un costado del imperturbable macetón con malvones.

Recorrió su forma con la punta de sus dedos hasta encontrarla.

Procedió a introducirla en la gruesa puerta de madera que oficiaba de entrada principal.
Encendió luces a su paso.

Subió las persianas y desplazó ligeramente las ventanas que daban a la parte posterior de la casa.

De inmediato comenzó a percibir una agradable y conocida melodía natural que lo invitaba sutilmente a recorrer el parque.

Todavía era demasiado temprano.

Primero tenía que cerciorarse de que todo estaba a la altura de las circunstancias.
Durante la noche no había podido conciliar el sueño.

Una sensación de agobio brotaba de su interior.

Se acercaba la hora.

La casa tenía una distribución cerrada, nada especial. Los dormitorios, el living comedor, la cocina y el baño desembocaban en un pasillo común ubicado en el centro de la misma.

Aunque el hombre había experimentado que a veces la distancia entre alguno de estos lugares era tan grande que se perdía.

En otras circunstancias bastaba solo un giro ó unos pocos metros para que se encontrara ante un escenario completamente nuevo.

Al principio fue casi imperceptible, más tarde se extrañó.

Ahora le resultaba extraordinariamente natural.
La constante eran los viajes. Había temporadas en que algunos parroquianos venían de muy lejos y todo se bañaba de amarillo.

Se presentaban a menudo, pero rara vez se juntaban.

Sin embargo este encuentro era crucial.

En ocasiones las habitaciones crecían y crecían conforme se habitaban y su tonalidad cambiaba al verde, envolviendo a la belleza por venir.

En cuanto a sus paredes de ladrillos, no diferían de cualquier otra pared, pero si se observaba con detenimiento, guardaban una similitud notable con las arrugas que denotan el paso del tiempo.
Alguna de ellas emergía de lo profundo tomando forma de cicatriz.

Lo verdaderamente curioso era que tenía una extraña capacidad de almacenar sentimientos.
Pequeñas y grandes alegrías, sentidas pérdidas, fogosos deseos, profundas frustraciones.
Algunas veces las voces anunciaban su presencia, otras surgían explosivamente, como la risa franca, llena.

Acompañaban, siempre acompañaban latiendo al ritmo de sus habitantes.
En tanto la cocina ocupaba un lugar de privilegio, su peculiar aroma seducía y su expansión no conocía límites; hasta el silencio pasó a ser un huésped más, y luego por su persistencia fue tomando hegemonía.

Poco a poco fueron llegando hasta que estuvieron todos.

Por un instante la casa recuperó su bullicio habitual.

Solo faltaban ellos.

Entonces un sonido agudo llegó del exterior y repercutió en el vacío circundante.

El hombre observó por la ventana.

Eran ellos.

Les hizo señas mientras buscaba las llaves; entonces comprendió que el momento había llegado, se dirigió con pasos cortos en dirección al fondo de la casa.

Le pareció escuchar un murmullo, luego risas contagiosas, sanas, inconfundibles cuando la infancia juega.

Siguió decididamente hasta el umbral que delimitaba el mosaico con el pasto.

El día estaba despejado y calmo. Esperándolo.

Se paró y comenzó a recorrerlo palpando cada planta del lugar.

Todas estaban de pie, en señal de respeto. El sentimiento era mutuo. Cada una en su lugar, tan natural como anárquicas.

Se detuvo a escasos metros del sauce. Lo acarició –como se acaricia a los hermanos de la vida.
Posó sus manos en la tierra una vez más.

Se incorporó y prosiguió su recorrido con pasos lentos y armoniosos, haciendo inevitable su semejanza con una vieja danza oriental.

Desde lo alto de un pino vecino lo observaba el venteveo.

El pájaro lanzó su canto de bienvenida - como de costumbre. El hombre levantó la vista a modo de respuesta, se retiró como había llegado, en silencio.

De pronto se detuvo, giró, respiró profundo y echo una larga mirada.

Inmediatamente volvió a girar y se dirigió sin detenerse hasta antes de llegar a la puerta de entrada.

Paró, se compuso y con paso decidido, avanzó hacia la pareja joven que ansiosamente lo esperaba.

Sintió que sus fuerzas lo abandonaban; sin embargo puso su mejor sonrisa, entregó las llaves y estrechó fuertemente sus manos.

Se alejó caminando, previo saludar al joven que descolgaba el cartel. Era mediodía. Las calles estaban desiertas.

Otra partida.

Otra llegada.

Otro refugio.

Sintió entonces que de eso se trataba el viaje.
Solo de pasos y de paradas.

RAUL