viernes, 24 de julio de 2009

La fuente

La plaza, fundada hace muchos decenios por un hombre que, de acuerdo a los parámetros de cordura aceptados en este mundo, podría considerarse demente, aún conserva la frágil belleza de su fuente.
Ésa que algunos lugareños, permeables a historias indemostrables por el sano juicio de la razón, consideran milagrosa, y otros, provenientes de oscuras localidades, con plazas similares a la nuestra pero, es justo decirlo, sin una fuente como la de este lugar, niegan con el único propósito de alimentar su mustio escepticismo (en el mejor de los casos) o simplemente derrochar burlas como si se tratara de un deporte tan importante en materia de adeptos como el ping-pong, también denominado tenis de mesa por aquellos que venían a presenciar, todos los años, los torneos interprovinciales en el club de Arbusto seco, donde se destacaban las increíbles performances de Aki Nomekedo, para muchos una verdadera promesa capaz de ocupar en un futuro próximo los peldaños más altos de la historia del ping-pong nacional.
En realidad, contar la historia de Arbusto Seco a partir de la fuente no obedece al capricho de la casualidad, sino que para mí cobra sentido al recorrer por última vez los espacios y recovecos donde pasé largas horas de mi vida y que hoy encuentro desconocidos, confrontados por una mirada que se deslumbra al pasar. Incluso, en el reconocimiento de esta fuente donde empieza y termina mi historia, o por lo menos mi historia con este lugar. No es fácil distanciarse de las callecitas bajas, bañadas por un sol abrasador que persiste hasta la noche, infranqueable vencedor de la humedad, a diario lo que ya resulta un castigo divino.
Sopor que los habitantes no perciben, acostumbrados a convivir con la sequedad de un clima sin lluvia. De las innumerables anécdotas arrumbadas en las páginas de un libro que aún no se escribe y tal vez ese momento nunca llegue, uno recuerda con la misma sensación de un misterio acogedor la inexplicable historia de la fuente, tan arcaica como la plaza de la que sigue siendo su principal atracción. Quien pretenda considerarse parte de este pueblo debe tomar partido en la insustituible tarea de mantener intacta la leyenda, alejar las sospechas sobre una posible tergiversación de los acontecimientos, disuadir siempre pacíficamente aquellas interpretaciones libres tendientes a minimizar un hecho trascendente.
Una minoría, entre los que me encuentro, transita por la sugestiva frontera entre el creer y el no creer. La duda saludable pero teñida de desencanto no es algo para celebrar. Por el contrario, trae consigo un manto de incertidumbres que revelan la absurda arrogancia de sentirse poseedor de una verdad. Lo mismo sucede con los ladrillos de las casas que mis yemas desprejuiciadas palpan ahora, sin preguntarse quién los puso ahí.
Los pobladores concurren a la milagrosa fuente sin reparar en el raro fenómeno: a simple vista vacía, pero no para la mayoría que la cree llena de agua y deposita sus monedas en procura de concretar un deseo. Durante un tiempo, así cuentan los más viejos a los chicos, la fuente de Arbusto Seco, instalada por el fundador del pueblo, Artemio Infiglio, hombre de pocas palabras y pasado desconocido, en un principio tenía agua.
Luego, un desbarajuste climático, inexplicable en una región de por sí húmeda, condenó a la comunidad de Arbusto seco a una sequía que todavía perdura. Desde ese momento, donde el agua escasea y la deben suministrar pueblos vecinos, la fuente quedó vacía. Hasta aquí, mi relato puede parecer un poco convencional, de nulo atractivo frente al de otros mitos.
Sin embargo, la fuerza de una leyenda no siempre se reduce al contenido de su historia, ni al alto o limitado aprendizaje moral que de ella pueda extraerse. La importancia radica en el efecto que genera entre quienes la reciben y luego transmiten sin una pizca de duda. Doña Libertad aquella sofocante noche tuvo el presentimiento de que algo extraordinario sucedería en la plaza.
Tomó su chalina azul, pese al calor reinante, cruzó apresurada pero prudente del empedrado porque uno de sus tacos podía atascarse, en dirección a la fuente. Refregó sus ojos, atónitos ante semejante hallazgo. "Está llena!" -exclamó entre la conmoción y la sorpresa- aunque parecía vacía.
Inmediatamente, de puerta en puerta, protegida ante cualquier imprevisto por la chalina azul, Doña Libertad, que hasta ese día compartía la misma chatura e insignificante existencia con el resto, que como todos invertía su tiempo entre la habitual caminata por las veinte calles de Arbusto Seco, la visita al almacén de ramos generales para comprar alguna chuchería o por la tarde realizar tareas varias en el club, se había convertido en portadora de la esperanza en un pueblo donde nadie esperaba nada.
Tampoco se sabe a ciencia cierta qué vieron los lugareños al acudir a la fuente tras la convocatoria de la mujer ni cuál fue el motivo que los llevó a aceptar su historia. Mi relación con la fuente se remonta a la infancia cuando me enteré por qué no se iba a clases los 3 de junio, feriado en conmemoración de la muerte de Doña Libertad. Siempre recuerdo el acopio de monedas en la fuente, cada una impregnada de un deseo.
Recorro estas calles y una pregunta me inquieta ¿Cómo se puede cambiar en un lugar donde nadie parece haber cambiado? Tal vez las paredes del club un tanto descuidadas sean el signo de un cambio que no se percibe. No sé, no tengo respuestas. El salón central exhibe orgulloso en la vitrina los trofeos en reconocimiento a las hazañas de Aki Nomekedo, oriundo de su natal Taiwán, vino a parar acá casi de casualidad.
Y también por circunstancias fortuitas uno lo vio jugando al ping-pong contra la pared. Era admirable la velocidad de reacción del muchacho, un verdadero desperdicio detrás de la máquina cortadora de fiambres en el almacén de ramos generales.
Así, de la noche a la mañana el visitante taiwanés se ganó el respeto de todos. Alguien le propuso dar exhibiciones para poder apreciar su manejo de la raqueta e inclusive el dueño del almacén lo persuadió para dejar "ese peligroso trabajo de manipular cuchillas que puede cortar la prometedora carrera de un futuro fenómeno del deporte nacional."
En muy corto tiempo, el ignoto juego de la pelotita y la red se volvió tan importante para el pueblo como la fuente. El imbatible oriental cosechó premios en los torneos interprovinciales, acumuló recortes de diarios que ahora realzan las descoloridas paredes del club, que se llenaban de gente cuando defendía los colores verdinegros de la bandera de Arbusto Seco, en cuyo centro se destaca la figura de un árbol con tres hojas.
El prestigio de los logros deportivos alimentó la expectativa del numeroso contingente de seguidores y la idea de un posible viaje de Aki a Buenos Aires para continuar su ascenso hacia la gloria desencadenó una polémica que mantuvo dividido al pueblo. La plaza fue el escenario de disputas verbales entre una minoría, que aconsejaba la prudencia antes de caer en excesos de optimismo, ciegos frente a un probable fracaso.
Mi fascinación por las piruetas del hombrecito alto y poco comunicativo me ligaba al fulgor mayoritario, tenía la sensación de formar parte de algo. Algo similar me ocurría con la historia de la fuente, que en este instante no puedo dejar de ver vacía, rebalsada de nada, con pocas monedas en el fondo. La única vez que se extrajeron las monedas de este intocable reservorio de ilusiones fue con motivo del viaje de Aki a la ciudad.
Hubo consentimiento general de ayudarlo a comprar el pasaje y durante un mes el aporte anónimo logró eso que parecía inalcanzable.
Como dije al comienzo éste es mi punto de llegada. Creo que me voy de Arbusto seco porque mi asombro frente a las pequeñas cosas fue modificándose. Estoy cansado, éstas fueron las veinte calles más largas y pesadas de mi vida. Quizá mi cansancio obedezca al arsenal de preguntas y recuerdos que estuvo merodeando en mi cabeza.
La fuente luce intacta, el pueblo duerme la consuetudinaria siesta, la única medicina natural contra el envenenante letargo de la tarde, la persiana, a medio abrir, me devuelve la foto del lugar que deseo conservar. Espero no sentir culpa por llevarme unas monedas. Necesito algunos pesos para viajar. Un perro me observa. Aplaudo su valentía de enfrentarse a los rayos del sol y resignar su comodidad en la sombra. Me pregunto cómo ven sus ojos lo que voy a hacer en este instante.
El hombre metió sus manos en la fuente para sacar las monedas. El perro se echó vencido por el calor, que sigue penetrando en los rincones de la calma siestera, en las veinte callecitas coronadas por una sonata de ronquidos. De pronto, un grito logró despertar a quienes se encontraban cerca de la plaza. La fuente tenía agua como siempre.

Pablo