domingo, 22 de junio de 2008

Después de la lluvia

Las gotas de lluvia lograron escabullirse por los resquicios de tierra seca del jardín. Viajaron, subterráneas hasta llegar al corazón de la semilla y al final la aventura. Unos cambios repentinos y, de pronto, la lucha por convertirse en tallo, luego, en flor. Salir de la más absoluta oscuridad hacia los primeros rayos de sol.

Se dejaba abrazar por la danzante brisa del revoloteo caprichoso, que jugaba entre los tallos cercanos, hasta el atardecer. Apuntó hacia el cielo y, luego de un descanso eterno, se desperezó. Entendió: por fin era el momento de crecer y así sus capullos rojos, mientras sus pies se afirmaban en las profundidades de la tierra, se extendieron. El sol se escondió detrás de la luna, que la acompañó con su luz durante todo el sueño. Los grillos desafinados no interrumpieron su viaje onírico por otros jardines; por otros cuerpos diferentes con formas inalcanzables. Los tibios rayos acariciaron sus primeros pétalos, acobardados en salir. Tímidamente, comenzaron a desenrollarse.

Firme en el suelo, presa de un impulso inexplicable pero maravilloso, sintió la necesidad de erguirse, de modificar su antigua posición reposada y adoptar una más desafiante. El cosquilleo suave de las pisadas de las hormigas le producía una alegría inmensa. Entonces, despedía un perfume dulce que, junto al viento, paseaba entre otras flores. Así, un día tras otro, de repente un empujón asesino, sacudió su estructura corporal. Se aferró a la tierra, donde las partículas se desplazaban en todas direcciones, y formaban una cortina de color negro. Un silbido agudo, siniestro, desde un lugar desconocido, acompañaba la lucha. De izquierda a derecha, empecinada en no rendirse ante el embate furioso, soportó con estoicismo el zarandeo y corrió el riesgo de quebrarse. Algunos de sus pétalos más viejos no lograron mantener el abrazo durante la batalla y quedaron flotando en el aire.
Todo lo peor pareció haber terminado. El tallo herido no sentía la fuerza expulsora a su alrededor, las partículas de tierra ya no se movían de su lugar. Y el silbido agudo había desaparecido. Exhausta, con un par de pétalos a punto de despojarse y con la luna como único testigo ocular de la masacre, se dejó atrapar en el sueño hasta la mañana siguiente, donde el sol curó sus heridas, una por una.

Y un día se secó.

Pablo Arahuete