domingo, 28 de diciembre de 2008

Andares

Desde lo alto de la loma, el pueblo parece adormecido.
Desciendo y lo bordeo.
Existen infinidad de entradas.
Elijo una y la traspaso naturalmente, como si fuera de la casa.
Un perro se incorpora, ocupa el rol de anfitrión. Solitario deambula. Me ha visto.
Se dirige hacia, mí describiendo círculos concéntricos cada vez más pequeños, hasta ubicarse a una distancia prudencial.

Su mirada es profunda y persistente. Se vuelve a echar.
Atemporal es la palabra que viste al entorno.
Envolvente, otra que le da cuerpo a mi sentir. Mi estado esta acorde. A tono con el lugar. Me hospeda.
La única melodía presente es la ejecutada por el viento.
Algo me impulsa y comienzo a recorrerlo.
Las calles están dispuestas en forma circular. La mayoría se solapa y las casas siguen el mismo patrón. Conforman una extraña geografía y un andar paradójico.
Pirata, así se llamaba el perro de Ana, compartía el mismo calvario que mi eventual compañero. Ambos carentes del ojo izquierdo.
Detengo mi marcha sin saber por qué.
El viento calma y escucho el crepitar de las hojas.
Ahora yace sentado a mis espaldas.
Se parece bastante al de Ana...
Retomo el camino. Me sigue .lo sigo. Mis dudas también.
Por algún extraño motivo me dejo guiar.
Parece un juego que alguien dispuso para mí.
Una señal ó simplemente un espejismo creado para preservarme y no terminar alienado.
Hubo un tiempo….
Es tarde…, perdí mis referencias y estoy a la deriva.
No es algo pasajero ó coyuntural. Es definitivo.
Ana y Pirata, habían vuelto a ocupar mis pensamientos de un modo fragmentario. “La memoria guardará lo necesario, ella sabe de mi mas que yo y no desecha lo que merece ser salvado “, decía Eduardo. Celebro su rescate en silencio. Me lo había ganado. No tenía cuentas pendientes.
Pirata se adelantó - me marca el camino. Su andar es tortuoso, pero avanza, siempre avanza.
Lo enigmático de las paradojas descansa en su incertidumbre. Sus pliegues. Cuando los extremos se tocan.
Estoy en paz.
Pirata se sienta a mi lado, lo acaricio.
Ya no hay camino.
Solo este inesperado, inexorable, sembradío de cruces.

Raúl Menéndez

domingo, 2 de noviembre de 2008

Momentos

Llegó al amanecer.

Abrió la puerta de rejas quebrando el silencio y la quietud que prevalecía en el lugar.
Luego traspuso el jardín y se detuvo bajo la arcada, a un costado del imperturbable macetón con malvones.

Recorrió su forma con la punta de sus dedos hasta encontrarla.

Procedió a introducirla en la gruesa puerta de madera que oficiaba de entrada principal.
Encendió luces a su paso.

Subió las persianas y desplazó ligeramente las ventanas que daban a la parte posterior de la casa.

De inmediato comenzó a percibir una agradable y conocida melodía natural que lo invitaba sutilmente a recorrer el parque.

Todavía era demasiado temprano.

Primero tenía que cerciorarse de que todo estaba a la altura de las circunstancias.
Durante la noche no había podido conciliar el sueño.

Una sensación de agobio brotaba de su interior.

Se acercaba la hora.

La casa tenía una distribución cerrada, nada especial. Los dormitorios, el living comedor, la cocina y el baño desembocaban en un pasillo común ubicado en el centro de la misma.

Aunque el hombre había experimentado que a veces la distancia entre alguno de estos lugares era tan grande que se perdía.

En otras circunstancias bastaba solo un giro ó unos pocos metros para que se encontrara ante un escenario completamente nuevo.

Al principio fue casi imperceptible, más tarde se extrañó.

Ahora le resultaba extraordinariamente natural.
La constante eran los viajes. Había temporadas en que algunos parroquianos venían de muy lejos y todo se bañaba de amarillo.

Se presentaban a menudo, pero rara vez se juntaban.

Sin embargo este encuentro era crucial.

En ocasiones las habitaciones crecían y crecían conforme se habitaban y su tonalidad cambiaba al verde, envolviendo a la belleza por venir.

En cuanto a sus paredes de ladrillos, no diferían de cualquier otra pared, pero si se observaba con detenimiento, guardaban una similitud notable con las arrugas que denotan el paso del tiempo.
Alguna de ellas emergía de lo profundo tomando forma de cicatriz.

Lo verdaderamente curioso era que tenía una extraña capacidad de almacenar sentimientos.
Pequeñas y grandes alegrías, sentidas pérdidas, fogosos deseos, profundas frustraciones.
Algunas veces las voces anunciaban su presencia, otras surgían explosivamente, como la risa franca, llena.

Acompañaban, siempre acompañaban latiendo al ritmo de sus habitantes.
En tanto la cocina ocupaba un lugar de privilegio, su peculiar aroma seducía y su expansión no conocía límites; hasta el silencio pasó a ser un huésped más, y luego por su persistencia fue tomando hegemonía.

Poco a poco fueron llegando hasta que estuvieron todos.

Por un instante la casa recuperó su bullicio habitual.

Solo faltaban ellos.

Entonces un sonido agudo llegó del exterior y repercutió en el vacío circundante.

El hombre observó por la ventana.

Eran ellos.

Les hizo señas mientras buscaba las llaves; entonces comprendió que el momento había llegado, se dirigió con pasos cortos en dirección al fondo de la casa.

Le pareció escuchar un murmullo, luego risas contagiosas, sanas, inconfundibles cuando la infancia juega.

Siguió decididamente hasta el umbral que delimitaba el mosaico con el pasto.

El día estaba despejado y calmo. Esperándolo.

Se paró y comenzó a recorrerlo palpando cada planta del lugar.

Todas estaban de pie, en señal de respeto. El sentimiento era mutuo. Cada una en su lugar, tan natural como anárquicas.

Se detuvo a escasos metros del sauce. Lo acarició –como se acaricia a los hermanos de la vida.
Posó sus manos en la tierra una vez más.

Se incorporó y prosiguió su recorrido con pasos lentos y armoniosos, haciendo inevitable su semejanza con una vieja danza oriental.

Desde lo alto de un pino vecino lo observaba el venteveo.

El pájaro lanzó su canto de bienvenida - como de costumbre. El hombre levantó la vista a modo de respuesta, se retiró como había llegado, en silencio.

De pronto se detuvo, giró, respiró profundo y echo una larga mirada.

Inmediatamente volvió a girar y se dirigió sin detenerse hasta antes de llegar a la puerta de entrada.

Paró, se compuso y con paso decidido, avanzó hacia la pareja joven que ansiosamente lo esperaba.

Sintió que sus fuerzas lo abandonaban; sin embargo puso su mejor sonrisa, entregó las llaves y estrechó fuertemente sus manos.

Se alejó caminando, previo saludar al joven que descolgaba el cartel. Era mediodía. Las calles estaban desiertas.

Otra partida.

Otra llegada.

Otro refugio.

Sintió entonces que de eso se trataba el viaje.
Solo de pasos y de paradas.

RAUL

lunes, 8 de septiembre de 2008

Algo habrá hecho...

Para Laura, las noches de los domingos tenían un olor especial. Sabían a pucherito humeante y a esperar sentadita a la mesa, junto a su papá Hugo, a que empezara “Polémica en el bar”, su programa favorito. Las ocurrencias de Minguito Tinguitella la hacían reír a carcajadas.
Después de cenar y levantar los platos, completaba su tarea, mientras su mamá planchaba con almidón el uniforme del colegio religioso al que concurría.

Ese domingo, 16 de junio de 1977, y con sus 11 años recién cumplidos, Laura nunca más iba a saber de risas ni de mesas domingueras y, lo que fue mucho peor, nunca más volvería a ver a su papá ; un hombre noble, buenazo, de mirada transparente.

Hugo era sindicalista metalúrgico. De esos trabajadores que se levantaban todos los días a las cinco de la mañana y volvían a su casa a las ocho de la noche. Un luchador de los derechos de sus compañeros de fábrica. Jamás callaba lo que pensaba, sin darse cuenta que, por aquellos tiempos en la Argentina, era muy peligroso pensar, luchar y, por sobre todo, hablar.

A Teresa, la mamá de Laura, no le interesaba demasiado la política y sólo escuchaba a su marido con atención. Pasaban sus días con un ritmo rutinario, bello, amable.
Sentada junto a él, compartiendo un licor de café al cognac, lo admiraba y sentía - más allá de la humildad de su hogar- que todo estaba como debía ser. Ese domingo hacía frío. La estufa estaba prendida, y Pucho, un perro callejero que habían adoptado, dormía plácidamente frente a ella.
El puchero estaba en la mesa, y los actores de “Polémica en el bar”, ya se encontraban reunidos para entretener a los televidentes un domingo más.

A las nueve en punto de la noche, golpearon la puerta de la casa, con una fuerza, que la familia pensó que la derribarían. No se equivocaron. La puerta se vino abajo y, tras ella, irrumpieron tres hombres con escopetas en las manos. Decididos a todo.

Teresa les imploraba, aterrada, que no les hicieran daño; Laura lloraba apretando los dientes y las manos; y Hugo, con la boca abierta y de pie frente a ellos, comenzó a gritarles sin miedo, con firmeza, que se fueran.

En la memoria de Laura quedaron grabados para siempre aquellos gritos. Los ruidos de los adornos que estallaban en el suelo del comedor. Los insultos. La silueta de su madre arrodillada rezando en voz alta un Padre Nuestro. Lo último que pudo ver fue a uno de esos hombres que la miraba fijamente, mientras encapuchaba y arrastraba a su padre a la calle. Madre e hija quedaron confundidas mirando por la ventana cómo el Ford Falcon verde partía. Nunca supieron hacia dónde.

Se abrazaron y lloraron toda la noche sin decir una sola palabra. Laura jamás olvidaría ese domingo de junio. Como tampoco olvidaría esos ojos negros, penetrantes, que casi con burla la miraban. Pasaron toda la semana en una confusión terrible. La desaparición de Hugo les era incomprensible.
Teresa desesperada llamó por teléfono a un compañero de su marido que, sabía, era abogado. El Dr.Verdini, la atendió de mala gana, pero le aconsejó y ayudó a presentar un “Habeas Corpus en la comisaría más cercana”.

Ella lo hizo. Parada frente al oficial de policía, con los papeles en la mano, se sentía desolada. El maltrato que recibió y las miradas punzantes, acusadoras, hicieron que la mujer, después de la presentación, huyera- porque ése es el término exacto- huyera corriendo, sintiéndose perseguida, señalada.

Cuando llegó a su cuadra caminó más despacio. Todavía estaba agitada. Pensaba. No podía parar de pensar… Entonces se dio cuenta que sus vecinas y amigas del barrio no habían preguntado nada. Tampoco la fueron a visitar, a consolar y, en el almacén de don Ángel, recordó haber escuchado - casi como un susurro- “y…algo habrá hecho”. Sin poder controlarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas.

Con un nudo inmenso en el pecho pero con el corazón colmado de esperanzas, el domingo siguiente, se sentaron las dos en la mesa. No prendieron la tele, y a las nueve de la noche, con el tenedor y el cuchillo en la mano, Laura lloró a los gritos porque sintió dentro suyo que su padre no regresaría; como tampoco su perrito Pucho, que había escapado en el alboroto y nadie se había dado cuenta.

Al otro día iría al colegio. Eso la ponía un poco mejor. Su amiga Stella la estaría esperando; como también sus maestras. De alguna manera le haría bien que la abracen en silencio, que no hicieran preguntas. Porque ella no tenía respuestas. Sólo podía decir que unos ojos fríos y llenos de maldad le habían insinuado lo peor que pudiera pasarle: no estar más con su papá. Caminó nostálgica con su uniforme y portafolios hasta la puerta de la escuela. Sus trenzas terminaban en dos moños blancos impecables. La Madre Superiora la recibió con una sonrisa que- a su entender- le pareció algo exagerada. La llevó a su despacho, donde Jesús crucificado la miraba desde un cuadro inmenso que colgaba en la pared, y la invitó a sentarse.

Con voz calma pero inconmovible dijo: “Laura, siento mucho la desaparición de tu padre; pero debes entender que por algo suceden las cosas y Dios siempre es justo. Si tu padre jamás abandonó el camino que Jesús nos ha marcado, volverá pronto; y si no sucede así, deberás entender que son pruebas que debemos enfrentar para fortalecer nuestra alma con resignación y obediencia.”

Laura cerró los ojos y escuchó, casi con desgano, que terminaba su discurso: “…a tus compañeros no les hables del tema. De “eso” en este establecimiento no se habla. Tu maestra te revisará el portafolios todos los días. No lo tomes como un agravio, simplemente debemos saber qué lectura llevas contigo. Puedes ir con Dios.”

Laura poco entendió de todo eso. Había fantaseado con que la Madre Superiora la tomaría entre sus brazos y le diría “yo te ayudaré, rezaremos juntas una plegaria a Dios”.
Obedientemente salió del despacho, subiendo sus hombros, como queriéndose decir a ella misma, que ya nada importaba, que lo único que le interesaba era que su papá apareciera. Y eso debía suceder así, porque esos hombres malos fueron los que perdieron el camino de Jesús. Su padre- estaba segura- caminaba por el mismo sendero de siempre.

Cuando llegó al aula, sintió un silencio que la hizo estremecer. Buscó con la mirada los ojos de Stella. No los podía encontrar. La maestra la hizo pasar gentilmente, con esa sonrisa que encerraba la misma artificialidad que había notado en la Madre Superiora. Le pidió permiso para revisar su portafolios y Laura notó que se quedaba con la libretita donde tenía los nombres y direcciones de sus compañeros. Sin darse cuenta, apretó tan fuerte una goma, que la terminó partiendo.

En el banco de Stella, que estaba al lado del suyo, no había nadie. El vacío era tan grande que sintió que terminaría por llenarlo con lágrimas. Éstas salían a borbotones de sus ojos sin control.
Todos los días, desde entonces, Laura sintió el aislamiento de sus compañeros y maestras.
A veces en los recreos se sentaba en el patio de la escuela y conversaba con Marisa, una nena de séptimo grado de tez negra, que, como ella, estaba sola, y compartían la merienda en silencio. Marisa le tomaba la mano y las dos se sonreían.

Después de algunos meses de tristeza, de indiferencia, Laura estaba ansiosa porque sonara la campana que la haría volver a su casa. Cuando por fin sonó, se puso un poquito contenta, guardó sus útiles y salió. Caminó despacio. Los árboles estaban comenzando a florecer y sabía que, cuando llegara, Pucho no la recibiría ladrando como siempre. Eso hizo que el dolor volviera a invadirla con más fuerza. Encontró a su madre en la cocina, bordando un pañuelo blanco. Pudo leerlo casi al descuido. Era el nombre de su padre. Laura creyó que la cabeza le estallaría en mil pedazos. Dos palabras salieron sin querer de su boca “¿Para qué?”.

Teresa levantó la vista, dejó el bordado y le explicó que a partir del jueves próximo iba a dar vueltas a la Pirámide de Mayo junto con otras mujeres, madres, abuelas y esposas de desaparecidos. “Lo hacen en busca de respuestas, en silencio, con un pañuelo blanco en la cabeza, donde está bordado el nombre del ser querido que no pueden encontrar”.Con una bella sonrisa, la invitó a danzar junto a ellas. Laura sintió una bronca que le golpeaba contra el pecho y hacía que su corazón latiera a un ritmo descontrolado. ¡Todo lo que había vivido en el colegio, y todavía su madre con esto de “girar” en círculo en la Plaza de Mayo!

Comenzó casi a gritarle, tratando de hacerle entender que por llevar un pañuelo blanco y girar nada más, su padre no aparecería. Que ella quería luchar, que sentía odio y vergüenza, que en la escuela la discriminaban todos y no entendía porqué. Que el otro día, a la salida de la escuela, la mamá de Stella agarró la mano de su hija y salieron como si se las llevara el demonio.
Teresa suspiró hondo, le acarició las mejillas mojadas y trató de explicarle que ella estaba luchando por su padre, pero desde otro lugar. Tratando de vaciar su corazón de odio. Llenándolo de comprensión y sabiduría. Que todo sentimiento de rencor y venganza no la llevarían a nada, más que a engendrar más odio. Girar en la plaza era una manera pacífica de manifestar su inmenso dolor, y que, a la vez, las vería el mundo entero.”Es una manera de hacer algo, hija”.
Cuando Laura se fue a dormir, no lograba conciliar el sueño. Sentía miedo. Miedo de que la vieran la Madre Superiora y sus compañeras de escuela, girando, con un pañuelo en la cabeza. Pensarían que estaba loca, que su madre también había enloquecido… Miedo, mucho miedo, de que- al verlas- “ellos” volvieran a buscarlas al domingo siguiente.
Cuando llegó el día jueves, Laura se sintió diferente. El miedo se había disipado, y las palabras que le había dicho su madre le daban una fuerza que ni ella misma entendía. Fue como soltar una mochila que llevaba en la espalda y poder caminar más liviana. Primero giró alrededor de la Pirámide, de la mano de su mamá, con la cabeza gacha, como con vergüenza. Cuando tuvo el valor de levantarla, escuchó las risotadas de unos oficinistas que caminaban por la plaza. Entonces apretó fuerte la mano de su madre. La miró, y se enorgulleció de ver un rostro con una mirada altiva, triste, pero segura. Lloró en silencio. Por su padre, por su madre, por tanta incomprensión que había tenido que aprender a soportar a sus 11 años. Por la Madre Superiora. Por Pucho, que lo extrañaba horrores. Por la vida misma que, sentía, le dolía en cada paso que daba.

Los meses pasaron. Todos los jueves sin decirse nada, con total complicidad, tomaban el subte “A” y giraban, gritando en sigilo tanta impotencia. Y, aún así, ese silencio era escuchado. A veces con insultos, otras con corridas, con nuevas desapariciones. Pero manteniendo intactas las mismas convicciones. Sin odios, ni resentimientos, ni venganzas. Ni siquiera el recurso a la voz para exigir “¡Justicia!”. Cuando llegó noviembre y también la finalización del año escolar, Teresa acudió orgullosa al colegio de su hija. Pero esa alegría se desvaneció rápidamente cuando, al verla, la Madre Superiora la invitó “a conversar”.

En su despacho, y otra vez con el cuadro de Jesús como testigo, le comunicó con pocas palabras que no había vacante para su hija el año próximo. Que no lo tomara a mal, que Dios y otra vez Dios, las guiaría hacia el camino correcto. Que ese establecimiento no la podía albergar, “porque el alumnado había estado preguntando” y bla, bla, bla, bla. Teresa le sonrió, se levantó torpemente y salió de esa escuela dándose cuenta cuánto se había equivocado al haberla elegido. Tratando de olvidar ese triste episodio para siempre.

Pasaron los años. El tiempo no se detiene. Camina para algunos, corre para otros; pero continúa, indefectiblemente. Con un sol que nace todos los días y se esconde a la noche, para renacer otra vez, en cada uno, con la misma calidez. Laura creció. Se hizo una bella mujer, por dentro y por fuera. A Teresa ya no la tenía. Había partido cuando llegó la democracia a la Argentina y pudo al fin sentirse en paz, sabiendo que su hija era un ser íntegro, libre de odios y venganzas. Fue una mujer que prefirió descansar con la grandeza de aquellos que han sufrido mucho y, aun así, saben perdonar. A Laura los médicos le dijeron que “se había ido apagando como una velita”. Y ella también lo creía así. Se convirtió en una maestra jardinera- ésas que los chicos no pueden olvidar- y era feliz en ese mundo de inocencia.

Todos los días iba a su trabajo con alegría. Tomaba el colectivo y luego de una hora de viaje, se bajaba. El trayecto lo hacía, a veces leyendo, otras, escribiendo informes.
Pero esa mañana de abril tenía su cabeza en blanco. Miró distraída a los demás pasajeros y, entre sus caras, percibió una mirada que conocía muy bien. Negra, fría, penetrante.
Entonces recordó. Y, al hacerlo, tembló.

Era él, lo sabía. ¿Cómo no reconocer esos ojos? Los había visto tantas veces en sus pesadillas, en todos esos años de terapia…

No podía dejar de mirarlo. Él, en cambio, trataba de ignorarla. A partir de ese día Laura estaba obsesionada con volver a verlo, hablarle, preguntarle por su padre. Se sentía confundida.
Por momentos la asaltaban ráfagas de odio y, a su vez, las ansias inconmensurables de saber qué sucedió ese domingo oscuro de junio.

Varios meses transcurrieron. Todos los días siguió buscando - fascinada y a la vez aterrada- esa mirada. Esas respuestas que tanto necesitaba. Y la volvió a encontrar…

Una mañana cálida de primavera, cuando subió al colectivo, mientras sacaba boleto, lo vio. Estaba sentado solo en un asiento de dos, del lado de la ventanilla. El corazón le dio un vuelco.
Se sentó junto a él. Comenzó a mirarlo. Podía sentir su respiración, reconocer su olor, sus manos…

Sus manos eran lo que más la obsesionaban. Esas manos que habían tocado a su padre, ésas que estarían manchadas por siempre con su sangre. Las mismas que lo habían encapuchado, arrastrado, y también quizá…lo habrían matado. Tantos sentimientos encontrados: odio y venganza mezclados con perdón y compasión. Años de enseñanza que le había dado su madre. ¡Cuánto había imaginado y esperado ese momento! Y ahora lo tenía allí, sentado junto a ella…
Sin pensarlo -como un acto reflejo- tomó las manos de ese hombre, las puso entre las suyas y las besó, mientras lloraba desconsoladamente. Las besaba pensando que así sus lágrimas limpiarían la sangre derramada de su padre. Las besaba como un símbolo de perdón.
Las besaba, tan sólo las besaba. Y se sintió feliz. Bajó del colectivo sin mirar a nadie. Se secó las lágrimas con el pañuelo blanco bordado que siempre llevaba en su cartera, y supo entonces que, a un pasado doliente, uno puede o bien pasarle por arriba, o bien abrazarlo.

Y Laura pudo abrazarlo.
Alejandra Muente

FIN

domingo, 10 de agosto de 2008

BASES PREMIO NARRATIVA "GUADALQUIVIR· PARA AUTORES NOVELES 2008

Nos llegó ayer, y pensamos que podría ser del interés de nuestros lectores. Esperamos, les sea de mucho provecho.

Patricio/ AlexB/ Demian


BASES DEL PREMIO DE NARRATIVA "GUADALQUIVIR" PARA AUTORES NOVELES 2008

1.- Podrán concurrir a este Certamen cualquier escritor que no haya publicado ninguna obra de narrativa, con trabajos escritos en lengua castellana y en prosa.

2.- La temática y el contenido de los trabajos será libre, pudiéndose presentar más de un trabajo por autor.

3.- Cada trabajo deberá tener una extensión mínima de 200 páginas y máxima de 400, han de ser originales e inéditos, en Tipografía Arial, Times new Roman o Garamond, cuerpo 12 y con espaciado de 1,5.

4.- El plazo de admisión de los trabajos finalizará el domingo 31 de agosto.

5.- Los trabajos se remitirán cumpliendo los siguientes requisitos:

Se enviarán a través de la página Web http://www.premioguadalviquir.com/siguiendo las instrucciones que allí se indican.
Se enviarán dos archivos: uno con la obra que se deberá titular como la misma y otro con la plica que se llamara "plica [titulo de la obra]" en la que deberán figurar los siguientes datos: nombre y apellidos, nacionalidad, direccion, teléfono y cuenta de correo electrónico.

6.- El jurado calificador estará compuesto por 5 miembros cualificados de los que tres serán designados por la editorial y dos por la Escuela Andaluza de Escritores (http://escribes.es/). Dicho jurado emitirá el fallo, que será inapelable, en un acto público que se celebrará antes del viernes 31 de octubre.

7.- Los autores galardonados comprometerán su asistencia al Acto público, en cuyo transcurso harán una breve presentación de sus trabajos, recibiendo los premios que les correspondan.Ante la ausencia del interesado, este podrá delegar en otra persona autorizada por él, la cual portará documentos acreditativos del autor. Faltando ambos, el premio se considerará desierto.

8. El premio consistirá: para el primer premio, la publicación de la obra por parte de RD Editores en una colección creada a tal efecto. De la misma manera firmará un contrato de edición con dicha editorial de donde se devengaran anualmente las liquidaciones en concepto de derecho de autor.

9.- Todos los trabajos originales, quedarán en poder de la editorial para su posterior publicación, si procede. En caso de ser publicado deberá constar, el premio obtenido y una mención a la Escuela Andaluza de Escritores y RD Editores.Los trabajos no premiados serán destruidos a los tres días del fallo del jurado.

10.- Si de todos los trabajos presentados, ninguno de ellos tuviera la suficiente calidad requerida por el jurado Calificador, este podrá declarar el primer premio desierto, al igual que los finalistas.

11.- El hecho de tomar parte en el Premio de Narrativa "Guadalquivir" para autores noveles supone el conocimiento y total aceptación de estas bases.

Composición del Jurado del Premio Guadalquivir de narrativa para autores noveles.

Presidente : Rogelio Delgado Romero (Director General de RD Editores)

Jurado : Pablo Rodríguez Balbontín
Licenciado en Teoría de la literatura y literatura comparada por la universidad de Granada y Licenciado en Filosofía pura por la universidad de Sevilla. Máster internacional de escritura para cine y televisión por la universidad autónoma de Barcelona. Seleccionado entre los 8 mejores jóvenes escritores andaluces del año 2006 para la Feria Internacional del Libro de México con el relato Pájaro, mujer y yermo. Publicado en la revista: Punto de partida Nº148. Autor del libro Yo sobre la tierra , Padilla Editores, Sevilla, 2005.

Andrés Nadal: Es el director de la Escuela Andaluza de Escritores, que se encuentra en Sevilla.
Después de licenciarse en historia y en antropología se dedicó profesionalmente al mundo del libro y a la informática. Desde el año 1993 enseña técnicas de escritura creativa. Se ha especializado en la estructura de la novela y en la aplicación de la informática en la estructura narrativa. Ha dirigido muchos equipos de trabajo, desde pequeños grupos con una docena de personas en empresas muy especializadas hasta grandes equipos en organizaciones de ámbito estatal. Ha contribuido a la técnica de la escritura con estudios sobre la estructura de la novela y las relaciones entre los personajes.

Andrés Sorel: Nacido en Segovia de padre castellano y madre andaluza, actualmente es Director de la Asociación de Escritores de España y director de la revista República de las Letras . Ha colaborado en los principales diarios españoles y fue fundador y presidente del diario Liberación. Tiene publicados cuarenta libros, entre novela y ensayo, y ha sido traducido al inglés, rumano, eslovaco y portugués. Su vida puede considerarse inmersa en una sola palabra: compromiso. Ahí radica su patria, su lenguaje, la síntesis de su biografía. Confiesa ser escritor no correcto, ni política ni literariamente. Situado al margen de los usos y exigencias del mercado literario, rechaza las normas y prácticas de una "literatura a la que matan la gramática y el estilo" (Samuel Beckett). "Mera máscara". Piensa que su obra es su vida. Por eso escribe sobre los vencidos, para denunciar a los inmorales, corruptos personajes políticos o literarios que denominan como protagonistas de la historia y aparecen sonrientes y comedidos o prepotentes en los medios de la incomunicación, la desinformación y la mentira institucionalizada. Algunas de sus obras más conocidas son Las voces del Estrecho (1999), La noche en que fui traicionada (2002), Guerra antifranquista (2002), Concierto en Sevilla (2003), Apócrifo de Luis Cernuda (2004), Jesús, el hombre sin evangelios (2005), Mañana, Cuba (2005) y Siglo XX. Tiempo de canallas (2006) y La caverna del Comunismo (2008).

Rafael de Cózar: Nace en 1951, en Tetuán (Marruecos). A partir de los once años reside en Cádiz, lugar donde inicia su actividad artística como pintor. En Cádiz participa en la fundación del grupo literario «Marejada». Se doctora en Filología Hispánica, y a partir de 1972 cambia su lugar de residencia a Sevilla, donde actualmente ejerce la labor de profesor titular de Literatura Española.
Es también miembro asesor del Centro Andaluz de las Letras así como de la Comisión de Ayudas a la Edición de la Consejería de Cultura (Junta de Andalucía). Entre 1982 y 2002 ha sido Presidente de la Sección Andaluza de la Asociación Colegial de Escritores de España. Como poeta es autor de Ojos de uva (1988), Entre Chinatown y Riverside: los ángeles guardianes (1987) y Poesía (1988) y Con-cierto visual sentido (2006). Es autor también de novelas como Motín de la Residencia (l978), El Corazón de los trapos (1996) que obtuvo el Premio Vargas Llosas y de libros de relatos, Bocetos de los sueños (2001). A parte de su tarea como escritor, ha sido director Literario de la Editorial «El Carro de la Nieve » y colaborador en diversos medios ( ABC , Informaciones , Diario 16 , Canal Sur). Ha recibido numeroso premios, entre los que cabe destacar, aparte del ya citado, el Premio Extraordinario de Doctorado (l985); Premio «Ciudad de Sevilla» para Tesis doctorales (l986) por la obra Poesía e imagen . Y ha sido finalista de los premios de poesía «Ricardo Molina» de Córdoba y «Rafael Montesinos» de Sevilla.

Juan José Téllez: Nació en Algeciras, 1958 y cursó estudios de Historia en Cádiz .Ha trabajado en Diario 16, en la agencia Efe, en la cadena Ser, ha escrito guiones para el "Loco de la Colina ", frecuenta los platós de Canal Sur y tiene un programa de radio sobre la inmigración, Bienvenidos , que le ha hecho merecedor de un premio Ondas. También ha trabajado en Europa Sur, que ha dirigido, en Diario de Sevilla y en Diario de Cádiz. Ha publicado seis libros de poemas entre 1979 y 2000: Crónicas Urbanas , Medina y otras memorias , Ciudad sumergida , Bambú, Daiquiri y Trasatlántico . También ha publicado varios libros de relatos, Territorio estrecho , Amor negro , El lobo pálido y Main street , así como diversos ensayos de corte periodístico: Moros en la costa , Paco de Lucía en vivo o Gibraltar, en el tiempo de los espías , entre otros.

Secretario: Ignacio García Alonso (Subdirector RD Editores)

domingo, 27 de julio de 2008

Joven caballero

Bla, ble, bli, blo, blu. Bla!. Blablá. Hace mucho, mucho tiempo, conocí una doncella. Desde la almena de la torre en la que estaba prisionera me gritó: “Caballero, los hombres hacen de las palabras que conocen sus inexpugnables castillos”.

Sorprendido por aquellas palabras, grité: “No se preocupe bella doncella, he venido a liberarla”. Desmonté, me quité la pesada armadura y escalé la torre dificultosamente. La doncella no estaba contenta de mi heroica acción, miraba mis ojos con odio de huérfana; desconcertado pregunté: “¿Qué pasa?, en tus ojos sólo veo odio. Arriesgué mi vida escalando esta torre, ¿acaso no deseabas ser rescatada? ¿No eres víctima de un hechizo? ¿Prisionera de un dragón?.”. Con más odio me miró, dijo enfurecida: ”Acaso no has escuchado lo que he dicho. No estoy en esta torre para ser rescatada. La he levantado con mis palabras, desde aquí veo el mundo sin necesidad de viajar en todas direcciones.” No respondí; avergonzado, herido en el orgullo, me fui.

Cabalgué largas horas a través de un hermoso valle, los margaritones alegraban mis ojos y el cielo mostraba su mejor rostro. “Buena señal”, me dije. Era un joven caballero, el desaire de una doncella no desanimaría fácilmente mi férrea voluntad. Abandoné el frustrante episodio en el laberinto de la memoria, y juré acudir al primer pedido de socorro sin vacilar.

Un poderoso castillo clavado en la cima de una colina, invitábame a probar mi valentía. El puente levadizo estaba bajo, las inmensas puertas de madera abiertas de par en par, un enorme foso vacío rodeaba a la construcción. Nadie me recibió, ni anunció mi llegada, deduje que el lugar estaba abandonado a causa de una peste, o de una invasión enemiga.

Desmonté en el patio principal dispuesto a explorar cada dependencia a pie, pero un grito misterioso me obligó a desenfundar la espada: “¿Quién eres?”. “Soy un caballero que ha jurado hacer el bien, ¿tú quién eres?.”, pregunté. Las puertas del establo crujieron al abrirse lentamente. Un hombre de un metro cincuenta de estatura, pelirrojo, barbudo, ojos vivos, vestido con una capa roja que envolvía todo su cuerpo, me sorprendió diciendo, “Inclínate ante el rey de Yolosé”. No cuestioné su pedido, arrodillado ante el pequeño hombre, besé su mano.

-¿Qué ha pasado con tu reino?- pregunté.
-Este es mi reino, ¿no lo ves?. Lo he construido con mis propias palabras desde los cimientos…
-Pero no hay súbditos, juglares, nobles… ¿y tu reina?
-Mi reina vive en su castillo. No necesito súbditos, nobles, ni juglares. No necesito sus palabras…
-No entiendo, ¿qué valor puede tener tú palabra si no la compartes con nadie? Eres el rey de un reino muerto…
-Joven caballero…mi reina, los nobles, los súbditos y los juglares han construido sus moradas…algunos tienen castillos y otros humildes casas. Todo depende de las palabras -contestó con impaciencia.
-Comprendo… pero eso no explica la soledad de este reino…
-¡Tras los muros de nuestras palabras juzgamos el mundo! -
respondió con fastidio, y señaló la puerta invitándome a salir de su castillo.

Me fui sin saludar, pensando en no regresar jamás. Una doncella que no quería ser rescatada, un rey sin reina, ni reino. Era demasiado. Sentencié porfiadamente que el día no culminaría sin que yo, Pedro Della Cabeza, realizara una buena acción.

El camino de la montaña era estrecho y tortuoso, cuando llegué al llano agradecí la fidelidad de mi caballo, ambos necesitábamos descansar. Caminé entre los inmensos robles de un bosque interminable, hasta que vi las chozas de lo que parecía un mísero poblado. Supuse que era acosado por un recaudador de impuestos. Me presenté ante el primer hombre que crucé, le propuse me diera albergue y alimento a cambio de mis servicios. Todos los habitantes del lugar me rodearon; el líder, un hombre robusto, de rulos negros como el carbón y mirada bondadosa, me dijo:

-No te necesitamos caballero.
-¿Por qué?, están vestidos con harapos, sus chozas son de paja. Este pueblo parece una aldea bárbara…
-Lo que ves es lo que hemos podido construir, el recaudador de impuestos nos quita demasiado oro por pocas…
-Pídeme que haga justicia, y le cortaré la cabeza, con el oro que ahorrarán levantarán una ciudad…
-No, joven caballero. Eso sería una locura, el recaudador a cambio del oro nos da las palabras, con las cuales construimos nuestros hogares. Somos ignorantes, si lo matas ¿quién nos dará palabras?, ¿tú? Otro recaudador vendrá…
-Pídeme que lo castigue para que el pago sea justo…
-Entonces, cuando te vayas, nos dará palabras vulgares, condenándonos a la ignorancia. Vete caballero, no hay lugar para ti…

Al borde de la ira caminé hasta un claro del bosque, encendí una fogata, pues el ocaso era inminente, quité todas las ataduras a mi fiel caballo y lo liberé dándole un chirlo en las ancas, enterré la pesada armadura al pie de un roble. En el centro del claro señalé el cielo con la espada y la clavé en el suelo gritando: “Me has engañado, de qué sirve ser un caballero errante, que por obra debe hacer el bien, si no hay doncellas que rescatar, reinos que salvar o campesinos que ayudar” Lloré abrazado a mi espada, una lágrima corrió por su afilada hoja hasta sumergirse en la tierra que había herido.

De la herida nació una dama blanca como la nieve, de rostro calmo y mirada celeste, desenterró la espada y dijo: “Joven caballero, nadie te ha engañado, toma esta flauta, ve de reino en reino, recitando los versos que tu corazón manda, y verás como en poco tiempo logras hacer el bien sin tu espada”.

Así fue, rescaté bellas doncellas de sus palabras, regalé cuanta palabra pude a los campesinos de todos los feudos, las distancias de un reino a otro se acortaron con mis versos y hasta los prejuicios huyeron.

Veglia

domingo, 22 de junio de 2008

Después de la lluvia

Las gotas de lluvia lograron escabullirse por los resquicios de tierra seca del jardín. Viajaron, subterráneas hasta llegar al corazón de la semilla y al final la aventura. Unos cambios repentinos y, de pronto, la lucha por convertirse en tallo, luego, en flor. Salir de la más absoluta oscuridad hacia los primeros rayos de sol.

Se dejaba abrazar por la danzante brisa del revoloteo caprichoso, que jugaba entre los tallos cercanos, hasta el atardecer. Apuntó hacia el cielo y, luego de un descanso eterno, se desperezó. Entendió: por fin era el momento de crecer y así sus capullos rojos, mientras sus pies se afirmaban en las profundidades de la tierra, se extendieron. El sol se escondió detrás de la luna, que la acompañó con su luz durante todo el sueño. Los grillos desafinados no interrumpieron su viaje onírico por otros jardines; por otros cuerpos diferentes con formas inalcanzables. Los tibios rayos acariciaron sus primeros pétalos, acobardados en salir. Tímidamente, comenzaron a desenrollarse.

Firme en el suelo, presa de un impulso inexplicable pero maravilloso, sintió la necesidad de erguirse, de modificar su antigua posición reposada y adoptar una más desafiante. El cosquilleo suave de las pisadas de las hormigas le producía una alegría inmensa. Entonces, despedía un perfume dulce que, junto al viento, paseaba entre otras flores. Así, un día tras otro, de repente un empujón asesino, sacudió su estructura corporal. Se aferró a la tierra, donde las partículas se desplazaban en todas direcciones, y formaban una cortina de color negro. Un silbido agudo, siniestro, desde un lugar desconocido, acompañaba la lucha. De izquierda a derecha, empecinada en no rendirse ante el embate furioso, soportó con estoicismo el zarandeo y corrió el riesgo de quebrarse. Algunos de sus pétalos más viejos no lograron mantener el abrazo durante la batalla y quedaron flotando en el aire.
Todo lo peor pareció haber terminado. El tallo herido no sentía la fuerza expulsora a su alrededor, las partículas de tierra ya no se movían de su lugar. Y el silbido agudo había desaparecido. Exhausta, con un par de pétalos a punto de despojarse y con la luna como único testigo ocular de la masacre, se dejó atrapar en el sueño hasta la mañana siguiente, donde el sol curó sus heridas, una por una.

Y un día se secó.

Pablo Arahuete

sábado, 10 de mayo de 2008

... Y el mar los traerá

Anónimo, en el muelle,
busco el reflejo de la luna.
Entre pescadores, cañas firmes y arrebatadas,
mi línea silente se escurre.
Las pipas,
suspendidas,
laten al calor del silencio.
El viejo acomoda su gorra y tira
el niño limpia los baldes,
la perra coquetea con el abismo.
Y el mar seduce a los hombres
con ofrendas de peces.

Anónimo, desde el fondo,
persigo el reflejo y quedo atrapado
Entre las algas, corales brillantes e indiferentes,
mis agallas heridas se quiebran.
Las aletas sacuden el viento,
la sangre recoge la sal,
la boca expulsa baba
El viejo
me espera
bajo el humo impune de su pipa
el niño raspa mis escamas ardientes
y ríe
la perra juega con mi ojo
al borde del abismo
Y el mar ahoga el grito de las rocas
con cantos de espuma
.

Anónimo, en la superficie,
el reflejo de la luna
se disipa.
Entre las olas,
aves rasantes y asesinas,
la línea tensa avisa.
Mi caña arrastra la corriente
y despierta su ira.
Repta,
sube y baja
con la marea,
lucha,
coletea,
pero mi anzuelo se queda
El viejo corta las agallas
y festeja,
el niño recoge las cañas,
agrupa las cabezas
la perra olfatea el abismo,
se alejan
Y el mar los atormenta
con su grandeza obscena.

Anónimo, sentado al borde del abismo,
recuerdo el reflejo de la luna.
Entre los espectros,
cañas firmes y pipas humeantes,
mi abuelo con su perra y yo
atento con mi balde.
Los arrojo bien lejos
Y el Mar
con su mueca eterna
los trae de nuevo

PABLO E. ARAHUETE

domingo, 13 de abril de 2008

En el cuerpo equivocado

¿Cómo explicar esto que me ocurre?

Todo está oscuro hace ya meses.

Me siento encerrado, preso. Apenas recuerdo el accidente. O mejor dicho, el atentado.

Imagino los tubos que colgarán de mi cuerpo, las sondas, los monitores. Ese ruido insoportable del respirador… Me cuesta recordar, insisto, pero he de hacer un esfuerzo.

No quisiera despertar y que mi amnesia los favorezca.

Mi mujer. Mi mejor amigo.

Y yo aquí postrado e inconciente.

¿O acaso estuve conciente siquiera en algún momento? ¿Cómo no me daba cuenta?. Si hasta escucho sus voces regodeándose con el embarazo y la proximidad del parto. ¿No tienen pudor?

Salí con mi auto aquella noche en la que él había venido a cenar a casa.
- ¿Quieres que te acompañe?. Me dijo.
- No, gracias. En una hora estaré de regreso. Es sólo una niña con unas líneas de fiebre. Con estos días lluviosos y fríos: ¿Quién no se “pesca” una gripe? Tomen el café mientras tanto y espérenme con un Brandy.
- Como quieras.

Tomé mis cosas y fui por el coche, imaginando entre tanto el camino más propicio para llegar a la casa de mi desconocida paciente. Eran veinte kilómetros más o menos.

Luego supe como ellos aprovecharon mi ausencia en mi propio dormitorio. Recuerdo haber recorrido unos diez o doce kilómetros por lo menos, ya que estoy seguro de haber dejado atrás la estación de servicio nueva. Pero es inútil ver más allá.

Fue como un fogonazo, un dolor insostenible, las sirenas y el silencio. Un silencio que duró semanas o quizás meses. No podría precisarlo.

De pronto volví a sentir mi cuerpo, aunque en realidad no podía moverme. Era como estar flotando desnudo sin poder sostenerme a mi mismo.

Lentamente, he ido recuperándome. Ya hace tiempo que puedo moverme. Como médico, he trabajado en salas de terapia intensiva y creía que estando en coma, el paciente no podía oír a quienes lo rodeaban.

Pues bien: Estaba equivocado. A ellos los escucho a diario.

Así supe de como habían planeado cobrar el seguro, del sabotaje al sistema de frenos del auto, de la llamada falsa en medio de la noche por una niñita con fiebre y, sobretodo, de la lujuriosa celebración que llevaron a cuando supieron que yo no regresaría aquella noche.

Pero lo más hiriente, lo insoportable, lo que no puedo tolerar es escuchar las palabras de ella hablando del bebé y del futuro de los tres como dándome por muerto.

No se imaginan que voy a despertar pronto y podré atestiguar todo lo que sé.

Por cierto, siento que ya puedo levantarme. Si bien estoy débil, ha llegado el momento esperado.

Hoy he de lograrlo. Debe ser así.

Me duele hasta el último hueso. Mi cabeza oprimida parece a punto de estallar.

Alguien me toma con fuerza de ella y … Ahí voy. ¡Estoy abriendo los ojos!.

¡Oh no!... Estoy naciendo. Y pensar que tampoco creía en la reencarnación.

Lucio (2007)

miércoles, 5 de marzo de 2008

Carta de amor de "El" hombre a "La" mujer

Amada mujer.

Abdica ante tí, la luna, el eterno reinado de los cielos nocturnos.

No se comparan contigo las miríadas de estrellas que te cortejan, ni el vago rumor del mar, ansioso por alcanzarte.

Te escribo desde el confín de los tiempos, desde el origen de la conciencia. Como un sonámbulo dispuesto a esperar toda la vida tu respuesta.

Te escribo bajo el hechizo de tus miles de rostros, de tus cientos de nombres.

¿Cuánto tiempo habré de esperar la caricia de tus palabras?

¿Cuánto por acercarme a tu ser?

¿Cuánto por navegarlo?

Por delinear tu rostro desfilan los pintores.

Esculpen tu cuerpo en el mármol los cinceles más diestros. Cantan las aves imitando tu voz y dedica el poeta su obra a tu sola existencia. Y yo no puedo más que escribirte esta carta.

Como una gaviota solitaria tratando de alcanzarte.

Rogaré que despierte tu atención por un instante y descubras lo que encierra.

Es la carta de un hombre. Del hombre que te ama.

Quien te ha amado desde siempre. Aquel que será cientos de hombres y que ha sido otros tantos.

Amada mujer:

Tú eres todas las mujeres.

¿Yo?

Yo soy el hombre.


ORIÓN

domingo, 10 de febrero de 2008

La memoria, a pedazos

El camino hacia el castillo se hace largo. Al menos, conservo la ilusión de encontrar a una doncella, en apuros, a la espera de mi rescate. Será un largo viaje, sin dudas, pero no debo temer, salvo a la muerte.

Confío en mis instintos y en mi armadura, hecha con el metal de mis recuerdos. Un viejo herrero ciego, Nubis, descubrió una fórmula alquímica capaz de transformar los textos de los libros en pedazos de metal.

Mi condición de viajero me proporcionó la costumbre de registrarlo todo en un diario de viajes. Descripciones de paisajes maravillosos, encuentros desafortunados con criaturas terribles y episodios rutinarios de la vida de un caballero, mezclados en una fuente, fueron suficientes para obtener este atuendo plateado que porto hace unos años.

La carga se aligera luego de recorrer tramos extensos. En un determinado instante, siento como si una parte de mí dejara de existir. En realidad, pierdo trozos de la coraza en el camino y, pese a mis esfuerzos, no consigo recomponerla. Las razones de esta insólita situación exceden mi limitado razonamiento. Algunos pensarán en una maldición de hechiceros por un ajuste de cuentas. ¡Supercherías de pueblo ignorante! Un caballero no cree en esas habladurías o, por lo menos, no debería creerlas, aunque parezcan tan convincentes.

A veces, me detengo unos segundos y trato de recordar de dónde partí. Es inútil, sólo vagas imágenes de lugares por los que alguna vez anduve, aparecen en mis pensamientos.

Pensé en regresar a mi hogar luego de mi último viaje, pero, ¿cuál de todas esas casas que frecuenté es verdaderamente la mía?. Sobre el castillo, he recolectado numerosas historias. Una amable anciana me contó una que me intrigó mucho y, para mi asombro, no existían dragones ni ogros feroces.

Se trataba de una hermosa doncella, cuyo nombre debo averiguar, que decidió encerrarse en el último cuarto de su castillo al convencerse, luego de ver su rostro reflejado en el agua del lago, de que no era bella. Ya pasaron quince años y aún no quiere salir. La verdad es que ningún caballero eligió ir a rescatarla. Sin dragones que vencer o un enemigo visible, la aventura no tiene sentido, pensarán. Es un error creer eso porque no hay desafío más grande que vencerse a uno mismo. Un maestro me dijo alguna vez "Siempre se debe estar alerta del enemigo que todos llevamos dentro. Es necesario conocerse en profundidad para derrotarlo.".

Resulta extraño, avanzo muy rápido y el castillo parece alejarse. Los pájaros vuelan hacia el horizonte hasta un punto donde emprenden el regreso. A unos kilómetros de aquí, se encuentra el Bosque de los mil árboles. Hace unos días que conocía un atajo para no pasar por ese lugar, sobre todo por el Paso del ensueño. Ahora, no me acuerdo nada de caminos y atajos. Lugares, rostros, historias de caballeros valientes me acompañaron durante toda la vida. Hoy son borrones y no puedo retenerlos.

Los instintos resultan mi única guía. También esta armadura forjada con el metal de mis recuerdos por un viejo ciego, cuyo nombre me olvidé. Un pedazo de la cobertura de mi pecho se acaba de desprender. Lo levanto pero se hace polvo en mis dedos. El aroma que expele me resulta familiar, aunque no identifico de qué se trata. Los pájaros están regresando en bandadas grandísimas. Seguro, ese ruido tenebroso desde el Bosque, a unos kilómetros de aquí, los ahuyentó. Tal vez se trate de una criatura de la oscuridad. Sin embargo, su llanto agudo es identificable y éste es diferente.

El llanto cesó y el silencio se apoderó de la noche. Creo que dormí unas horas junto al pie de este árbol gigante. La tierra está húmeda y estoy rodeado de un polvo que huele bien. Siento frío en mis pies desnudos. Posiblemente, las huellas en dirección a este árbol me pertenezcan. No pueden ser mías, tengo los pies limpios. Ya está amaneciendo. El rocío que cae de las hojas se disuelve en la tierra.

A unos pocos kilómetros, se divisa un enorme castillo. Tal vez alguien viva allí y pueda decirme dónde estoy. Soñé que era un caballero y mi misión, rescatar a una princesa de las garras de un feroz ogro. Conservo en mi memoria el hermoso rostro de la doncella del sueño. El último trozo de una armadura que porto se acaba de soltar.

Una sensación de libertad recorre ahora mi cuerpo y, por más que intente recordar el rostro que se refleja en el lago, aún no logro saber quién soy ni qué hago frente a un castillo vacío.

Pablo Arahuete

jueves, 17 de enero de 2008

Despojado de azul

DESPOJADO DE AZUL

Me apetecen de pronto unas almendras,
un papel tornasol, un suspiro de luz,
tus manos que en mi espalda acunan un sinfín de palomas blancas
y esa fragancia que persiste en cada pétalo de tiempo que deshojamos juntos.

Me seducen entonces las tormentas,
un capricho de amor, un reloj inconciente.

Perseveran los besos en su afán de convencernos de que puede ser eterno cada momento.
Pero un nuevo amanecer nos descubre insolente,
despojado de azul,
sin piedad ni argumento.

LUCIO