sábado, 9 de mayo de 2009

No despertar

La voz de Joaquín Sabina salió de la radio y envolvió el aire de manera mágica, haciéndolo más cálido de lo que era.

Los 30 de diciembre siempre olían igual. Un poco a comida recién horneada, a ilusiones venideras, a sueños por cumplirse. A pólvora.

Por fin el termómetro de la pavita saltó, eso indicaba que la cena del 31 estaba lista. Satisfecha, con la tarea cumplida, abrí la heladera para guardarla, y aprovechar así, el fresco que de ella salía.

De vez en cuando el estruendo de un cohete hacía que me sobresaltara. El calor era sofocante, el horno había estado encendido por mucho tiempo.

Con un calendario que Daniel, el almacenero, me había regalado, me abanicaba mientras canturreaba distraídamente -como al pasar- “mentiras piadosas”. Suspiré hondo, y decidí tomar una ducha casi fría, para reconfortarme.

Me puse un camisón gastado, con las tiras anudadas porque ya se habían roto tantas veces. Es que me costaba tirarlo, como a un trapo viejo. Lo amaba. Con él había parido a Pablo.Salí del baño peinándome frente al ventilador. Tenía toda la ventana abierta, podía ver a Delia, mi vecina, que estaba sentada mirando tele muy seria, como entumecida.

La luz de unos fuegos artificiales cautivaron mi atención. Desde niña me fascinaron los destellos coloridos iluminando el cielo. Entonces llegaron a mi panza esas mariposas inquietas, llenas de recuerdos.

Le di permiso a mi pasado, y volví a ver ese patio con la mesa larga, y a nosotros los niños, correteando alrededor. Nostalgias de los besos mojados de las tías, de mi mano limpiándome inmediatamente las mejillas sin que se dieran cuenta.

De verlas vestir la mesa con el mantel de fiesta, y usar las servilletas de tela; sacar las copas finas de la vitrina y a los niños, no dejarnos ni tocarlas. Llegaban a mí las voces de ellas, discutiendo quién traía el pan dulce, quién se encargaba del vitel thoné; de las frutas secas.

Casi largué una carcajada cuando recordé al famoso carocero con forma de sapo, con la boca abierta, y me vi, escupiendo los carozos con fuerza, para ver si los embocaba. Las fiestas que vinieron después fueron más solitarias. La gente se nos va yendo, las sillas van sobrando, y a la hora del brindis, se escapa sin querer, desde el corazón, alguna lágrima. Lo que nos queda por siempre son recuerdos de distintas épocas, con distintos amores.
El locutor de la radio, con esa voz que enamora sin conocerle la cara, estaba haciendo un balance del año. Cuando dio la noticia el peine se me cayó de la mano. De lo que dijo antes, no había prestado atención.

Los dedos de las manos no me respondían. Temblaban a un ritmo, que tuve que sostener una mano con la otra para prender la tele. Entonces lo vi todo. Impávida, con la boca abierta, no hacía nada. No podía, no me animaba. Salí del departamento en camisón.

Cuando llegué a la calle comencé a caminar desenfrenadamente. Sin rumbo, y con las manos tendidas. Como esperando que alguien, desde no sé dónde, me marcara el rumbo. Un taxi se detuvo .Alguien me ayudó a subir, y, sin decir una sola palabra me llevó a las puertas del infierno. Bajé del auto con torpeza, ni siquiera esperé a que parara. Comencé a buscar aterrada. Estaba confundida, mareada. Había perdido una chancleta. No sabía por donde empezar.

El ruido escalofriante de las sirenas hacía que girara sobre mi misma, tapándome los oídos con las manos, produciéndome un vértigo nauseabundo. Gritaba sin emitir sonido. Tantas veces me declaré atea, tantas otras juré y perjuré no creer en nada y sin embargo, sólo podía decir
” ¡Dios mío ayúdame!”, “¡Dios mío ayúdame!”.

Seguí dando vueltas. Sentía que me pisaban, me atropellaban. Caí al suelo de boca, y desde allí abajo vi, lo que jamás hubiese querido ver. Cuerpos sin vida salían por decenas, ennegrecidos, como si fuera una guerra. Alguien me levantó. Seguí a un grupo de gente y me encontré parada en la puerta de un hospital. Leían una lista. Cada vez que los escuchaba decir un nombre sentía que mi respiración se detenía. En cada grito escuchaba su voz. Cada llamado era un mamá “acá estoy”.
Caminé toda la noche. Nunca cerré los ojos. Los tenía secos.

A las 7 de la mañana llegué a mi departamento. La puerta estaba abierta. Entré casi arrastrándome. Los pies me sangraban. Busqué las llaves y creí cerrar la puerta para siempre.Apagué la tele, y caminé como un zombi hasta mi cama. Me tendí sobre ella. Ya no temblaba, estaba fría. Sentí mis labios secos, tajados. De a poco los fui cerrando.
Mis ojos también lo hicieron… habían visto tanto horror…

Escuché las llaves en la puerta; el picaporte girar. Pero ya no tenía fuerzas para levantarme.
Pasos lentos, tan suaves que parecían no tocar el suelo, se acercaban a mi dormitorio. Pablo se paró a los pies de mi cama, como cuando era pequeño y tenía una pesadilla. Sin abrir siquiera mis párpados nos miramos en silencio por mucho tiempo. Entonces volví a verlo nacer; lo volví a acunar. Le puse el pintorcito, el guardapolvo blanco. Le preparé la chocolatada con mucha azúcar. Jugamos al avión loco en mi cama. Lo volví a despedir en su viaje de egresados, y lo volví a recibir cuando bajó del micro. Besé sus lágrimas, y tragué las mías, cuando su noviecita lo abandonó.

Puse la mano sobre mi pecho y sentí a mi corazón latir muy bajito. Como desganado y a punto de dormirse. Quise abrazarlo, pero temí lastimarlo. Al tomar su mano, lo sentí tan frágil…
Busqué sus mejillas para besarlo. Noté su piel tan suave, como la de un ángel. Creo que pasamos varias horas así, en ese hilo tan finito que existe entre la vida y la muerte…

Lentamente me fui incorporando. ¡Tenía tanto frío! Pablo ya no estaba allí.

Llegué al comedor en puntitas de pie para no asustarlo. La tele estaba apagada; la puerta cerrada, tal cual la había dejado. La ventana seguía abierta de par en par. Espíe al cielo.
El sol brillaba, encendido por la energía de las almas; y supe que, cuando cayera la noche, nacerían muchas estrellas que ya tenían nombre. Me senté en la silla mecedora, y comencé a balancearme. Despacio, rítmicamente, como quien desea dormir a un bebé.

Tendí mis brazos y abrí mis manos como abanicos. Sólo podía escuchar el ruido de la madera crujir cada vez que la silla se mecía. El balanceo fue cada vez más lento. El sonido casi imperceptible. Y el dolor cada vez más dulce, más liviano.

Mi corazón seguía el ritmo de la mecedora. Mis ojos entreabiertos se movían de lado a lado. Como un reloj cucú. Buscando.
El silencio fue sepulcral. De pronto, todo se detuvo al mismo tiempo: la mecedora dejó de moverse. Mis pupilas se clavaron justo en el centro de mis ojos.

Y allí estaba Pablo, sonriendo, con la carita limpia y la ropa impecable, como cuando salió de casa. Con el pelo todavía mojado y el perfume recién puesto. Partimos los dos hacia la vida. Hacia el todo, hacia la nada. Pero juntos.

Sin calendarios, sin estaciones, sin años nuevos.
Será porque sólo en sueños podía verlo… elegí no despertarme.
Alejandra Muente