jueves, 19 de noviembre de 2009

Con vuestro amable permiso....


Con vustro amable permiso, señor Rubén Darío, este humilde sitio de relatos, historias, fantasías y poemas, se ha tomado el atrevimiento de publicar una de sus escritos más gloriosos.

Los lectores de TLG, seguramente festejarán que lo hayamos hecho.

Patricio

LO FATAL


Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...¡
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos
y no saber adónde vamos,ni de dónde venimos!...

Rubén Darío

viernes, 24 de julio de 2009

La fuente

La plaza, fundada hace muchos decenios por un hombre que, de acuerdo a los parámetros de cordura aceptados en este mundo, podría considerarse demente, aún conserva la frágil belleza de su fuente.
Ésa que algunos lugareños, permeables a historias indemostrables por el sano juicio de la razón, consideran milagrosa, y otros, provenientes de oscuras localidades, con plazas similares a la nuestra pero, es justo decirlo, sin una fuente como la de este lugar, niegan con el único propósito de alimentar su mustio escepticismo (en el mejor de los casos) o simplemente derrochar burlas como si se tratara de un deporte tan importante en materia de adeptos como el ping-pong, también denominado tenis de mesa por aquellos que venían a presenciar, todos los años, los torneos interprovinciales en el club de Arbusto seco, donde se destacaban las increíbles performances de Aki Nomekedo, para muchos una verdadera promesa capaz de ocupar en un futuro próximo los peldaños más altos de la historia del ping-pong nacional.
En realidad, contar la historia de Arbusto Seco a partir de la fuente no obedece al capricho de la casualidad, sino que para mí cobra sentido al recorrer por última vez los espacios y recovecos donde pasé largas horas de mi vida y que hoy encuentro desconocidos, confrontados por una mirada que se deslumbra al pasar. Incluso, en el reconocimiento de esta fuente donde empieza y termina mi historia, o por lo menos mi historia con este lugar. No es fácil distanciarse de las callecitas bajas, bañadas por un sol abrasador que persiste hasta la noche, infranqueable vencedor de la humedad, a diario lo que ya resulta un castigo divino.
Sopor que los habitantes no perciben, acostumbrados a convivir con la sequedad de un clima sin lluvia. De las innumerables anécdotas arrumbadas en las páginas de un libro que aún no se escribe y tal vez ese momento nunca llegue, uno recuerda con la misma sensación de un misterio acogedor la inexplicable historia de la fuente, tan arcaica como la plaza de la que sigue siendo su principal atracción. Quien pretenda considerarse parte de este pueblo debe tomar partido en la insustituible tarea de mantener intacta la leyenda, alejar las sospechas sobre una posible tergiversación de los acontecimientos, disuadir siempre pacíficamente aquellas interpretaciones libres tendientes a minimizar un hecho trascendente.
Una minoría, entre los que me encuentro, transita por la sugestiva frontera entre el creer y el no creer. La duda saludable pero teñida de desencanto no es algo para celebrar. Por el contrario, trae consigo un manto de incertidumbres que revelan la absurda arrogancia de sentirse poseedor de una verdad. Lo mismo sucede con los ladrillos de las casas que mis yemas desprejuiciadas palpan ahora, sin preguntarse quién los puso ahí.
Los pobladores concurren a la milagrosa fuente sin reparar en el raro fenómeno: a simple vista vacía, pero no para la mayoría que la cree llena de agua y deposita sus monedas en procura de concretar un deseo. Durante un tiempo, así cuentan los más viejos a los chicos, la fuente de Arbusto Seco, instalada por el fundador del pueblo, Artemio Infiglio, hombre de pocas palabras y pasado desconocido, en un principio tenía agua.
Luego, un desbarajuste climático, inexplicable en una región de por sí húmeda, condenó a la comunidad de Arbusto seco a una sequía que todavía perdura. Desde ese momento, donde el agua escasea y la deben suministrar pueblos vecinos, la fuente quedó vacía. Hasta aquí, mi relato puede parecer un poco convencional, de nulo atractivo frente al de otros mitos.
Sin embargo, la fuerza de una leyenda no siempre se reduce al contenido de su historia, ni al alto o limitado aprendizaje moral que de ella pueda extraerse. La importancia radica en el efecto que genera entre quienes la reciben y luego transmiten sin una pizca de duda. Doña Libertad aquella sofocante noche tuvo el presentimiento de que algo extraordinario sucedería en la plaza.
Tomó su chalina azul, pese al calor reinante, cruzó apresurada pero prudente del empedrado porque uno de sus tacos podía atascarse, en dirección a la fuente. Refregó sus ojos, atónitos ante semejante hallazgo. "Está llena!" -exclamó entre la conmoción y la sorpresa- aunque parecía vacía.
Inmediatamente, de puerta en puerta, protegida ante cualquier imprevisto por la chalina azul, Doña Libertad, que hasta ese día compartía la misma chatura e insignificante existencia con el resto, que como todos invertía su tiempo entre la habitual caminata por las veinte calles de Arbusto Seco, la visita al almacén de ramos generales para comprar alguna chuchería o por la tarde realizar tareas varias en el club, se había convertido en portadora de la esperanza en un pueblo donde nadie esperaba nada.
Tampoco se sabe a ciencia cierta qué vieron los lugareños al acudir a la fuente tras la convocatoria de la mujer ni cuál fue el motivo que los llevó a aceptar su historia. Mi relación con la fuente se remonta a la infancia cuando me enteré por qué no se iba a clases los 3 de junio, feriado en conmemoración de la muerte de Doña Libertad. Siempre recuerdo el acopio de monedas en la fuente, cada una impregnada de un deseo.
Recorro estas calles y una pregunta me inquieta ¿Cómo se puede cambiar en un lugar donde nadie parece haber cambiado? Tal vez las paredes del club un tanto descuidadas sean el signo de un cambio que no se percibe. No sé, no tengo respuestas. El salón central exhibe orgulloso en la vitrina los trofeos en reconocimiento a las hazañas de Aki Nomekedo, oriundo de su natal Taiwán, vino a parar acá casi de casualidad.
Y también por circunstancias fortuitas uno lo vio jugando al ping-pong contra la pared. Era admirable la velocidad de reacción del muchacho, un verdadero desperdicio detrás de la máquina cortadora de fiambres en el almacén de ramos generales.
Así, de la noche a la mañana el visitante taiwanés se ganó el respeto de todos. Alguien le propuso dar exhibiciones para poder apreciar su manejo de la raqueta e inclusive el dueño del almacén lo persuadió para dejar "ese peligroso trabajo de manipular cuchillas que puede cortar la prometedora carrera de un futuro fenómeno del deporte nacional."
En muy corto tiempo, el ignoto juego de la pelotita y la red se volvió tan importante para el pueblo como la fuente. El imbatible oriental cosechó premios en los torneos interprovinciales, acumuló recortes de diarios que ahora realzan las descoloridas paredes del club, que se llenaban de gente cuando defendía los colores verdinegros de la bandera de Arbusto Seco, en cuyo centro se destaca la figura de un árbol con tres hojas.
El prestigio de los logros deportivos alimentó la expectativa del numeroso contingente de seguidores y la idea de un posible viaje de Aki a Buenos Aires para continuar su ascenso hacia la gloria desencadenó una polémica que mantuvo dividido al pueblo. La plaza fue el escenario de disputas verbales entre una minoría, que aconsejaba la prudencia antes de caer en excesos de optimismo, ciegos frente a un probable fracaso.
Mi fascinación por las piruetas del hombrecito alto y poco comunicativo me ligaba al fulgor mayoritario, tenía la sensación de formar parte de algo. Algo similar me ocurría con la historia de la fuente, que en este instante no puedo dejar de ver vacía, rebalsada de nada, con pocas monedas en el fondo. La única vez que se extrajeron las monedas de este intocable reservorio de ilusiones fue con motivo del viaje de Aki a la ciudad.
Hubo consentimiento general de ayudarlo a comprar el pasaje y durante un mes el aporte anónimo logró eso que parecía inalcanzable.
Como dije al comienzo éste es mi punto de llegada. Creo que me voy de Arbusto seco porque mi asombro frente a las pequeñas cosas fue modificándose. Estoy cansado, éstas fueron las veinte calles más largas y pesadas de mi vida. Quizá mi cansancio obedezca al arsenal de preguntas y recuerdos que estuvo merodeando en mi cabeza.
La fuente luce intacta, el pueblo duerme la consuetudinaria siesta, la única medicina natural contra el envenenante letargo de la tarde, la persiana, a medio abrir, me devuelve la foto del lugar que deseo conservar. Espero no sentir culpa por llevarme unas monedas. Necesito algunos pesos para viajar. Un perro me observa. Aplaudo su valentía de enfrentarse a los rayos del sol y resignar su comodidad en la sombra. Me pregunto cómo ven sus ojos lo que voy a hacer en este instante.
El hombre metió sus manos en la fuente para sacar las monedas. El perro se echó vencido por el calor, que sigue penetrando en los rincones de la calma siestera, en las veinte callecitas coronadas por una sonata de ronquidos. De pronto, un grito logró despertar a quienes se encontraban cerca de la plaza. La fuente tenía agua como siempre.

Pablo

sábado, 9 de mayo de 2009

No despertar

La voz de Joaquín Sabina salió de la radio y envolvió el aire de manera mágica, haciéndolo más cálido de lo que era.

Los 30 de diciembre siempre olían igual. Un poco a comida recién horneada, a ilusiones venideras, a sueños por cumplirse. A pólvora.

Por fin el termómetro de la pavita saltó, eso indicaba que la cena del 31 estaba lista. Satisfecha, con la tarea cumplida, abrí la heladera para guardarla, y aprovechar así, el fresco que de ella salía.

De vez en cuando el estruendo de un cohete hacía que me sobresaltara. El calor era sofocante, el horno había estado encendido por mucho tiempo.

Con un calendario que Daniel, el almacenero, me había regalado, me abanicaba mientras canturreaba distraídamente -como al pasar- “mentiras piadosas”. Suspiré hondo, y decidí tomar una ducha casi fría, para reconfortarme.

Me puse un camisón gastado, con las tiras anudadas porque ya se habían roto tantas veces. Es que me costaba tirarlo, como a un trapo viejo. Lo amaba. Con él había parido a Pablo.Salí del baño peinándome frente al ventilador. Tenía toda la ventana abierta, podía ver a Delia, mi vecina, que estaba sentada mirando tele muy seria, como entumecida.

La luz de unos fuegos artificiales cautivaron mi atención. Desde niña me fascinaron los destellos coloridos iluminando el cielo. Entonces llegaron a mi panza esas mariposas inquietas, llenas de recuerdos.

Le di permiso a mi pasado, y volví a ver ese patio con la mesa larga, y a nosotros los niños, correteando alrededor. Nostalgias de los besos mojados de las tías, de mi mano limpiándome inmediatamente las mejillas sin que se dieran cuenta.

De verlas vestir la mesa con el mantel de fiesta, y usar las servilletas de tela; sacar las copas finas de la vitrina y a los niños, no dejarnos ni tocarlas. Llegaban a mí las voces de ellas, discutiendo quién traía el pan dulce, quién se encargaba del vitel thoné; de las frutas secas.

Casi largué una carcajada cuando recordé al famoso carocero con forma de sapo, con la boca abierta, y me vi, escupiendo los carozos con fuerza, para ver si los embocaba. Las fiestas que vinieron después fueron más solitarias. La gente se nos va yendo, las sillas van sobrando, y a la hora del brindis, se escapa sin querer, desde el corazón, alguna lágrima. Lo que nos queda por siempre son recuerdos de distintas épocas, con distintos amores.
El locutor de la radio, con esa voz que enamora sin conocerle la cara, estaba haciendo un balance del año. Cuando dio la noticia el peine se me cayó de la mano. De lo que dijo antes, no había prestado atención.

Los dedos de las manos no me respondían. Temblaban a un ritmo, que tuve que sostener una mano con la otra para prender la tele. Entonces lo vi todo. Impávida, con la boca abierta, no hacía nada. No podía, no me animaba. Salí del departamento en camisón.

Cuando llegué a la calle comencé a caminar desenfrenadamente. Sin rumbo, y con las manos tendidas. Como esperando que alguien, desde no sé dónde, me marcara el rumbo. Un taxi se detuvo .Alguien me ayudó a subir, y, sin decir una sola palabra me llevó a las puertas del infierno. Bajé del auto con torpeza, ni siquiera esperé a que parara. Comencé a buscar aterrada. Estaba confundida, mareada. Había perdido una chancleta. No sabía por donde empezar.

El ruido escalofriante de las sirenas hacía que girara sobre mi misma, tapándome los oídos con las manos, produciéndome un vértigo nauseabundo. Gritaba sin emitir sonido. Tantas veces me declaré atea, tantas otras juré y perjuré no creer en nada y sin embargo, sólo podía decir
” ¡Dios mío ayúdame!”, “¡Dios mío ayúdame!”.

Seguí dando vueltas. Sentía que me pisaban, me atropellaban. Caí al suelo de boca, y desde allí abajo vi, lo que jamás hubiese querido ver. Cuerpos sin vida salían por decenas, ennegrecidos, como si fuera una guerra. Alguien me levantó. Seguí a un grupo de gente y me encontré parada en la puerta de un hospital. Leían una lista. Cada vez que los escuchaba decir un nombre sentía que mi respiración se detenía. En cada grito escuchaba su voz. Cada llamado era un mamá “acá estoy”.
Caminé toda la noche. Nunca cerré los ojos. Los tenía secos.

A las 7 de la mañana llegué a mi departamento. La puerta estaba abierta. Entré casi arrastrándome. Los pies me sangraban. Busqué las llaves y creí cerrar la puerta para siempre.Apagué la tele, y caminé como un zombi hasta mi cama. Me tendí sobre ella. Ya no temblaba, estaba fría. Sentí mis labios secos, tajados. De a poco los fui cerrando.
Mis ojos también lo hicieron… habían visto tanto horror…

Escuché las llaves en la puerta; el picaporte girar. Pero ya no tenía fuerzas para levantarme.
Pasos lentos, tan suaves que parecían no tocar el suelo, se acercaban a mi dormitorio. Pablo se paró a los pies de mi cama, como cuando era pequeño y tenía una pesadilla. Sin abrir siquiera mis párpados nos miramos en silencio por mucho tiempo. Entonces volví a verlo nacer; lo volví a acunar. Le puse el pintorcito, el guardapolvo blanco. Le preparé la chocolatada con mucha azúcar. Jugamos al avión loco en mi cama. Lo volví a despedir en su viaje de egresados, y lo volví a recibir cuando bajó del micro. Besé sus lágrimas, y tragué las mías, cuando su noviecita lo abandonó.

Puse la mano sobre mi pecho y sentí a mi corazón latir muy bajito. Como desganado y a punto de dormirse. Quise abrazarlo, pero temí lastimarlo. Al tomar su mano, lo sentí tan frágil…
Busqué sus mejillas para besarlo. Noté su piel tan suave, como la de un ángel. Creo que pasamos varias horas así, en ese hilo tan finito que existe entre la vida y la muerte…

Lentamente me fui incorporando. ¡Tenía tanto frío! Pablo ya no estaba allí.

Llegué al comedor en puntitas de pie para no asustarlo. La tele estaba apagada; la puerta cerrada, tal cual la había dejado. La ventana seguía abierta de par en par. Espíe al cielo.
El sol brillaba, encendido por la energía de las almas; y supe que, cuando cayera la noche, nacerían muchas estrellas que ya tenían nombre. Me senté en la silla mecedora, y comencé a balancearme. Despacio, rítmicamente, como quien desea dormir a un bebé.

Tendí mis brazos y abrí mis manos como abanicos. Sólo podía escuchar el ruido de la madera crujir cada vez que la silla se mecía. El balanceo fue cada vez más lento. El sonido casi imperceptible. Y el dolor cada vez más dulce, más liviano.

Mi corazón seguía el ritmo de la mecedora. Mis ojos entreabiertos se movían de lado a lado. Como un reloj cucú. Buscando.
El silencio fue sepulcral. De pronto, todo se detuvo al mismo tiempo: la mecedora dejó de moverse. Mis pupilas se clavaron justo en el centro de mis ojos.

Y allí estaba Pablo, sonriendo, con la carita limpia y la ropa impecable, como cuando salió de casa. Con el pelo todavía mojado y el perfume recién puesto. Partimos los dos hacia la vida. Hacia el todo, hacia la nada. Pero juntos.

Sin calendarios, sin estaciones, sin años nuevos.
Será porque sólo en sueños podía verlo… elegí no despertarme.
Alejandra Muente

martes, 10 de marzo de 2009

Tío Pablo

La Italia de pos guerra fue el detonador de su partida. 1949 había sido otro de aquellos años miserables, sin esperanza. “Quedarse no tiene sentido”, solía decirle a sus pocos amigos, y seguramente no se equivocaba tratándose de un pueblo que nada prometía, sin futuro.

Su elección, si bien difícil, le deparó más de una alternativa: Argentina, Brasil y Canadá. En cualquiera de aquellos ignotos países encontraría el abrigo de tan queridos como extraños parientes. Pero para él, cualquier lugar daba lo mismo: “Aquí o allá”, era la cuestión central... morir o vivir, penar o soñar.

Buenos Aires le presentaba el mejor candidato para semejante jugada: el tío Pablo... y se llamaba igual que él, para más. Casualidad, o quizás no tanto – reflexionaba - pero sí razón suficiente para conferirle a su inminente desarraigo el toque personal e íntimo que necesitaba en aquel momento... Esa cuota de magia ligada al destino que anima a todo ser humano a tomar grandes decisiones al menos una vez en la vida.

Siquiera había partido, y ya fantaseaba con su llegada a estos pagos. Imaginaba que el tío Pablo sería la persona ideal para querer, para convertirla en su nuevo padre, uno merecidamente mejor al que con ninguna tristeza dejaba atrás en su pueblo natal.

El tío no tenía hijos, lo que lo hacía aún más entrañable; representaba para él ese deseo siempre adelantado de un porvenir diferente; la realización de un proyecto muchos años demorado; un lugar en el que nadie le era cercano y todo estaba por hacerse.
Su tío era el hermano de su madre. Había llegado a Argentina mucho tiempo atrás, a principios de siglo, y ostentaba una holgada posición económica, hecho que en su condición de único sobrino le garantizaba la generosidad y el afecto que tanto le negaran durante su niñez.

Una niñez cargada de ausencia paterna – “Me voy a hacer la América “ le dijeron alguna vez que fueron las últimas palabras de su padre cuando partió a Estados Unidos a forjar fortuna por más de 10 años -; una niñez famélica de ternuras, y al cuidado de una mujer joven y sola – su madre - que no encontraría nunca completo alivio en la sola compañía de un hijo de apenas 4 años.

Esa infancia había sido su pequeño infierno, quería escapar de ella a cualquier precio. Imploraba olvidar todas esas imágenes fragmentadas, incompletas, ambiguas con las que había convivido; desterrar para siempre ese infausto pasado, tan doloroso como vacuo.

Su renguera, producto de un accidente en su adolescencia, le reclamaba huir desesperadamente de la vista y del comentario de todos; era el desvalido del pueblo, el probrecito, al que solo la lástima no le era esquiva.

“Sí, Buenos Aires”, se dijo, y partió a conocer a su tío Pablo, tan lejano como deseado, tan amenazante como prometedor.

Y luego de un interminable mes en barco, llegó el día de aquel ansiado encuentro. En un Parque Chacabuco que lucía muy diferente del pueblo pastoril que lo acompañó por casi 30 años.

Esta nueva tierra le daba tanto miedo como asombro; las mismas ganas de amarla como de odiarla. Pero ya estaba allí, y con el dedo sobre el timbre de la casa de su tío, pero sin las fuerzas suficientes como para hacerlo sonar. Le faltaban agallas, estaba atemorizado ... Se le abría un mundo nuevo, pero desconocido a la vez. Se alejó de la casa y regresó tantas veces como su falta de coraje le sugirió hacerlo. Pero, después de infinitas cavilaciones, la noche y el frío le aconsejaron golpear la puerta y terminar con esa angustia de una vez por todas.

“Pablito!!!” fue lo primero que escuchó de aquel viejo que, duro en apariencia, no disimuló sus ojos vidriosos por la emoción. Lo estaban esperando, él y su esposa, Antonia, que se perfilaba por detrás, con una sonrisa encantadora de bienvenida.
“Tío Pablo”, devolvió él instintivamente, y con tanta emoción como supo. De pronto, se sintió soñando, querido como pocas veces...... Un guiso sabroso, pocas palabras y muchas sonrisas nerviosas coronaron aquella primera velada juntos.

Él habló castellano como pudo; el largo viaje le había servido para aprender algo de español. Su tío – piadoso - le facilitó la tarea “... Parlando italiano”, lo que le hizo perder un poco de ese temblequeo nervioso que lo había perseguido desde que entrara.

La primer noche lo acogió apacible, en una cama blanda, y cobijado bajo perfumadas sábanas ... "¡Querida tierra ... gracias, me siento vivo!", se dijo, y se echó a dormir.

Los siguientes días le sirvieron para ponerse a tono con el lugar. Muchas presentaciones familiares, vecinos y curiosos, le ocupaban gran parte de su tiempo. Pero no era fácil para él, un recién llegado, hacer migas tan pronto; nada ayudaba: el desconocimiento del lugar, el idioma, su renguera, y esa temeraria timidez para relacionarse socialmente… Todo conspiraba en contra suyo.

Creo que fue el taller de su tío - ubicado en la azotea de la casa – el que con sus chucherías y herramientas, le acercó un poco de esa felicidad perdida que no podía encontrar en la nueva gente. En Italia, había estudiado Ingeniería electrónica por 2 años; estaño, diodos, resistencias y condensadores, le eran muy familiares, estaba a gusto con ellos. Su vocación hizo que en poco tiempo se convirtiera en otro más de esos tantos “ingenieri” que solieron darle vida a la Industria Argentina en los años 50.

Pablito armaba radios, arreglaba los primeros televisores blanco y negro, reparaba planchas, veladores y cualquier objeto que el barrio le traía. Era el genio que estaban esperando, el que sabía de todo un poco.... “Lástima que sea rengo...”, se escuchaba comentar de la vecindad. Especialmente de las mujeres, que las había en cantidad, hijas de italianos, españoles, polacos y franceses.

Del otro lado estaba el tío Pablo, quien se desvivía por él. Estaba en todo y para todo, no había demanda de su sobrino que no cumpliera: comida, ropa, dinero, regalos... todo era para Pablito. Podría agregar que sentía un verdadero orgullo por él... Como si fuera su padre. Hablaba de su sobrino y se le llenaba la boca, le brillaban los ojos. En su afán de dar, intentaba robarle cualquier momento, aunque fueran tan sólo unos minutos o segundos.

Esa actitud empalagosa comenzó a molestar a Pablito, quien no dudaba en hacerle notar a su tío el fastidio que sentía ante tanta condescendencia. Un tedio que llegó al punto de llevarlo a cuestionarse qué era mejor, si su pasado en Italia – triste y desvalido - o su presente, cargado de sobreprotección.

Sin embargo, y más allá de esa falta de correspondencia entre él y su tío, los días y los meses pasaron en notable armonía. Pablito era el dueño y señor de la casa, entraba y salía cuando se le antojaba. Lo que empeoraba notablemente con el correr de los días era su carácter, cada vez estaba más huraño y hosco ... buscando siempre refugio en el taller de la terraza ... su único lugar.

La desesperación de su tío en su afán de agradarle, crecía en la misma medida que su desdén por él. Era habitual verlo desenfundar su viejo “fuelle” – un bandoneón Doble A del 1900 -, y hacer de las suyas con un valsecito como El hospital o El aeroplano para llamar la atención... Pero no recibía la más mínima respuesta de su sobrino.

Pablito pasaba delante de él casi ignorándolo, apenas mirando de reojo, como ofreciendo una limosna a un mendigo.

Quizás la desilusión haya sido mutua, no sabría decirles. Posiblemente el tío Pablo no fue para él más que un viejo aburrido y patético, una mala copia del padre que lo abandonó por diez años cuando niño. O acaso haya creído que comenzar de nuevo en otro país le depararía la solución a su infortunio.... ¡Vaya uno a saber!.

Si tuviera que darles mi punto de vista, les diría que el tío Pablo hizo por su sobrino todo lo que estuvo a su alcance para decirle cuánto le importaba, cómo lo quería. En cambio, el destinatario de tanta bondad nunca contribuyó a alimentar la relación, siempre devolvió su más inmisericordioso desprecio a cada una de las demostraciones de afecto de su tío.

Ya al año de su llegada, y en una tarde cualquiera, sucedió lo inevitable. Pablito se encontraba trabajando en el improvisado taller del altillo. Su tío se le acercó como en varias ocasiones lo había hecho, y trató de llegar a él de la manera en que un padre se acerca a su hijo... Con una frase azarosa, casual, con el único deseo de compartir un momento con su ser querido.

“¿Pablito, en qué andás ... qué estás haciendo? – le inquirió. Él, concentrado en lo suyo y ausente como de costumbre, le respondió con un frío “Trabajando ... ¿No ve?”. La antipática respuesta no fue suficiente para desilusionar a su tío.... Estaba acostumbrado a sus descortesías, e insistió en su cometido.

¿Querés que te ayude, puedo darte una mano?, le habló casi al oído, y poniéndole su palma sobre el hombro.

Quizás fue la sorpresa del contacto físico, o acaso haya sido la falta de costumbre de ese afecto nunca recibido .... Pero cualquiera haya sido la razón – no importa -, su cuerpo se estremeció dejando caer una radio que estaba arreglando, con tan mala suerte que se hizo pedazos al tocar el piso.

“¡Pero la puta madre tío... Por qué no me deja de romper las pelotas... Mire lo que me hizo hacer!", le gritó, mirándolo fijamente a los ojos y quizás por primera vez con tanta determinación y odio.

El tío se quedó mudo, ahogado en su propia impotencia. La frase “¡No me rompa las pelotas!” le resonó una y otra vez, como la voz de un eco interminable. Era un viejo de casi 70 años, hecho a la antigua... No estaba acostumbrado a que le faltaran el respeto de esa manera.

Miró a su sobrino sin proferir palabra. Sus ojos estaban vidriosos, llorosos. Su respiración, entre agitada y contenida. Dio media vuelta, y se fue sin abrir la boca.

No entendía el por qué de la ira y maltrato de su sobrino. “¿Qué le hice?”, se preguntaba. No encontraba razón, él y su esposa no habían hecho otra cosa que darle todo. Y quizás ése haya sido el motivo: ninguna imitación sustituye al original, ningún tío al padre. Ningún nuevo amor, por bueno que sea, entierra los todos los fantasmas de la sangre.

Y así fue que desde aquel día nada más se dijeron. Nunca más se hablaron. Todo lo que se debían entre ellos, era resuelto a través de un intermediario: la tía Antonia.

Ella ofició de intérprete por más de 15 años. Quince años durante los cuales nada se supo de lo que uno y otro sentían. No hubo amor ni odio visibles... Nada. Sólo un rencor inconfeso, pero latente como aquella frase que cambió la historia entre ambos, solo intercambio de consignas a través de la tía Antonia, en su nuevo e incómodo rol de mensajera: “Tía, dígale al tío que mañana.....”, o, del Tío Pablo, “Decile a ese que cierre la puerta del taller cuando se vaya porque....”.

El tío ya no se referiría más a su sobrino con el tan entrañable “Pablito”, sino con un “Ése”, desprovisto de afecto, cargado de mudo resentimiento. Su nombre no sonaría más de su boca, por largos quince años. Y me consta que fue así... El nombre de mi padre, Pablito, jamás se volvió a mencionar en aquella casa de Parque Chacabuco hasta el día en que me contaron esta historia.

Y fue de la boca del propio “tío Pablo” -así lo llamaba yo también-, que la supe.
Una mañana cualquiera, cuando me negué a acompañar su bandoneón con mi guitarra. Una mañana cualquiera, en la que yo también me fastidié y le dije: “Tío, no me rompa las pelotas”, y él se volvió loco: “¡Sos igual que él!”, me gritó, y se puso a llorar como un chico... “¡Sos igual que tu padre!”.

“No tío”, le dije... “¡No soy igual, yo soy Luis, perdóneme, yo lo quiero mucho tío, no sabe cuánto lo quiero!”. Y sin más, lo abracé fuertemente. Él hizo lo mismo, y nos pusimos a llorar como chicos; aún hoy me estremece recordarlo.

Mi papá no estuvo presente aquel día
de mi discusión con el “Tío Pablo”, ya se había separado de mi madre. Jamás se enteró de lo ocurrido.

Poco tiempo después, el pobre Tío enfermó. Y fue a mí a quien le tocó padecer la agonía de aquel querido viejo. Estaba muy cansado, llevaba 85 años a cuestas.

No soportaba la idea de verlo morir en un hospital, era injusto. El tío Pablo no se merecía una despedida así. Ese viejo era mío, parte de mi vida.... Lo había sido todo: mi tío, mi abuelo, mi padre ausente.

No sabía qué hacer, y me faltaba valor para estar junto a él en su partida. Desesperado, sólo rezaba todas las noches y fantaseaba con la idea de un milagro.

Una tarde, a pedido de “Mi tía Antonia” – así llamaba yo también a su esposa – me decidí a ir al hospital. El Tío estaba acostado, medio dormido, con los ojos cerrados. Debió de haber sentido mi presencia, no sé cómo explicarlo... Pero a poco de entrar a su habitación, recobró la lucidez.

“Tío!”, le dije contento de ver sus ojos buenos una vez más.

“Hola Pablito”, me respondió. “¿Cómo estás?... ¡Qué lindo que me hayas venido a ver! .... “¿Te acordás cuando íbamos al cine del pueblo a ver las películas de Chaplin?.... “¡Cómo nos reíamos, te acordás! ... ¿Qué lindo volver a verte, Pablito .... Qué alegría que estés aquí!”

Yo estaba desconcertado, no supe qué decirle.

Por detrás, su esposa Antonia me dijo que hablaba incoherencias y lo mezclaba todo: nombres, rostros, fechas... Que quizás me confundía con algún amigo de la infancia, de aquella Italia mágica a la que jamás retornó. “Seguile la corriente”, me sugirió ... Y conversé con él por unos minutos hasta que se durmió susurrando aquel nombre, el de mi padre.

Sus últimos recuerdos antes de partir le habían jugado una mala pasada. Sus últimas palabras traicionaron quince años de innecesario rencor y silencio, dejando al descubierto un inconfeso amor, un amor deseado desde lo más profundo del corazón.

El amor por su sobrino, su hijo postizo, “Pablito”, pero lamentablemente enredado con el rostro de quien tiene a cargo contarles esta historia.

“¡Qué muerte triste!”, reflexioné. Debió haber sido mi padre el que ocupara mi lugar... A él estaban dirigidas esas palabras.

Fue desde aquella tarde que comprendí la necesidad de perdonar, de no vivir con un estúpido resentimiento a cuestas. Me dije a mí mismo “No hay nada que no valga la pena ser perdonado”, aunque duela, aunque parezca imposible.

Cada vez que necesito grandeza de espíritu, indulgencia, recuerdo la voz del tío Pablo antes de dejarme: “Pablito, Pablito, Pablito”.

Patricio

(dedicado al Tío Pablo - 1891-1976)

jueves, 22 de enero de 2009

Vuelo de primavera

Tenue volar de mariposas lábiles.
Noche plagada de destellos azules.
Ángeles ciegos que no acuden a la cita
por temor a encontrarte aún desnuda.

Hay un rumor de manantiales claros
y una graciosa flor que se acomoda
entre las piedras de mis desvaríos,
para ceñirse el traje de la despedida.

Suenan violines, nace la aurora,
cantan a dúo los pájaros y el cielo.
Bebo en tu cántaro de miel y espero
que el sol de la mañana no te lleve.

Pero es inútil: soy invierno y frío.
Nada es capaz de detener tu vuelo.
Surges de pronto, debajo de la nieve
y es imposible pedirte que te quedes.

¡Déjame entonces! Vete, si quieres.
Tú eres la fértil. Yo soy la espera.
¡Qué no permita Dios que este capricho
deje sin germinar la primavera!

Lucio