domingo, 23 de diciembre de 2007

La inercia de las no palabras

Indiferente a las voces externas, portadoras de frases inconexas, pedidos rutinarios, preguntas tendientes a desmenuzar el silencio, reclamos interrumpidos por un penoso vacío, Abel experimentaba un misterioso estado de excitación y angustia, habitual en los momentos en que se veía enfrentado a la incómoda interpelación de una hoja en blanco.
Su obstinada fe, o mejor dicho, su perseverancia caprichosa ante cualquier argumento racional que pusiera en tela de juicio esa seguridad absurda de conseguir trascender un instante de pánico y naufragar en un mar de impotencia, le transmitía cierta tranquilidad.
Al mismo tiempo que su cerebro, recorría el inextinguible repertorio de palabras, acumuladas durante horas y horas –quizás, media vida si alguien se tomara el esfuerzo inútil de contabilizarlas, yo no lo haré- de lecturas para comenzar a escribir y, así, superar el duro trance -sabrán disculpar la redundancia, ¿no?- de comenzar a escribir algo, estiró las piernas hasta por fin lograr una fugaz comodidad. La tos quejosa de un anciano, tapado por la voluminosa silueta de una mujer en pleno deleite gastronómico de un pebete de jamón con tomate, lo perturbó.
En realidad, le resultaba trabajoso discernir qué era exactamente lo perturbador. Todo se resumía a la irritante tos, no había dudas. Sin embargo, no podía obviar el malestar generado al levantar su cabeza y encontrarse con el patético cuadro, enfrente: la deglución obscena de un pebete.
El término obsceno parecía una exageración. Por lo general, se utiliza para referirse a otro tipo de situaciones, no ligadas a la sensación de asco como en este caso, sino con el firme propósito de establecer distinciones entre una conducta normal y otra desmedida. Un acto tan simple y natural, por ejemplo comer, supone la perfecta armonía del cuerpo y el espíritu, el control del instinto en pos del placer gustativo, reminiscencias de sabores pasados que convocan recuerdos.
Las sobras de medialunas, que Abel había dejado tras un lacónico -dos medialunas, por favor- horas antes de que el bar comenzara a atestarse de gente, los mozos debieran soportar pedidos incongruentes- sandwiches de miga con poca miga para no engordar- y que la humareda no llegara hasta su mesa, a unos metros de la caja registradora hacia donde, de vez en cuando, dirigía la mirada para perderse en los ojos soñados de esa chica o se contagiaba de sus bostezos.
Las medialunas, en el plato, mantenían latente la consistencia gomosa de su masa.
Ella, la chica que ahora mismo se debate entre el aburrimiento y el temor de cobrar de más algún ticket, se había acercado para retirarle el plato y Abel le había obsequiado un gesto desaprobatorio e incomprensible. Similar al que se puede recibir en ocasiones donde uno se apropia de lo ajeno. ¿Por qué esa reacción desmesurada frente a un acontecimiento insignificante? Pregunta molesta para un hombre acostumbrado a pensarlo todo.
Bastaba con un sencillo -déjelas, por favor, señorita - pero no. No. De acuerdo a los parámetros seguidos por Abel, la suya no sólo había sido una conducta anormal, sino que, además, podía considerarse obscena. Sin proponérselo, el vulgar gesto lo equiparaba al nivel de la devoradora de pebetes, despreocupada por la mayonesa, que se escurre por sus labios fucsia y cae en un hueco del vestido junto a restos de tomate. No encontraba una posición adecuada para sus piernas, demasiado largas, conflictivas desde su infancia, al extremo de privarlo en la calesita-por citar uno entre muchos otros casos- de sentarse en autos, aviones o helicópteros.

Debió conformarse con montar unicornios y burros en el lapso que duró su encantamiento por la calesita, antes de volcarse, en forma definitiva, a la lectura y, posteriormente, a la escritura. Y ahí se encontraba, abrumado por la hoja que seguía igual de blanca, a la espera de alguna frase inspirada, o comentario acerca de las medialunas que había cuidado con recelo.
No iba a comerlas, estaban gomosas. Peor entonces, la necesidad de deshacerse de ellas incrementaba su angustia. Hacia donde mirara, no encontraba otra cosa que gente comiendo, chorros de salsa vertidos sobre un plato de fideos, danzas de bandejas repletas con bebidas, tragos multicolores, desfile de comisuras sucias, donde los pedacitos de servilletas de papel quedaban impregnados.
Entre la bruma de humo incesante, que de a poco se estaba apoderando del lugar, todos parecían espectros. Solo en un mundo de espectros, lo escribió con desgano, poco convencido de decir algo interesante.
Lejos de encontrar alivio tras haber derrotado a la inercia de las no palabras, sentía, a partir de este momento, otra interpelación: la de la hoja escrita, por un tiempo inmaculada, suspendida en la eternidad de lo que pudo haber sido, un cuento, un poema, el prólogo de un ensayo sobre las medialunas, una carta de amor dirigida a la víctima del gesto censurable o el escueto trazo de un personaje abatido por el ojo acusador de quien lo creó. Dejó escapar un resuello. Una, dos, tres veces.
Veía todo más nítido: el bar era un inmenso teatro de marionetas entrelazadas por un hilo invisible que pendía del techo, sombras de movimientos repetidos sobre la pared, atravesadas por el grito prolongado de mil gritos. Solo en un mundo de espectros, atravesado por el grito de mil gritos, siguió escribiendo.
Secó su frente transpirada en medio de un desahogo sordo. Reparó unos segundos en la figura extraña que se había formado a raíz del sudor. Luego, intentó con todo el rostro. Apretó. La tela le devolvió una huella de sus facciones. Su boca, ésa era su boca, el resto no le pertenecía. Sorprendido del hallazgo, volteó sus ojos hacia la caja registradora. Ella estaba de espaldas. El pelo cubriéndole los omóplatos.
Movía los hombros para desembarazarse del hastío, presa en una jaula de vasos de cristal y botellas. Giró, de repente. Los brazos sueltos y sus ojos intensos, de un celeste intenso, relajado e irresistible. Un estallido de luz celeste alcanzó a Abel y el bar ya no era un bar. Se trataba de una playa donde Abel tampoco era Abel, sino un caminante errabundo a merced del dictado de la arena. La mujer obscena del pebete se había vuelto una niña, al borde del éxtasis con un helado derretido, los cachetes manchados como su vestido de lunares blancos, deslumbrada por el carraspeo de las olas. La arena quemaba. Pero qué importa, el errabundo seguía embelesado con los anillos de espuma, que reposaban en la orilla y, al desaparecer las olas, el celeste intenso de los ojos del mar había borrado la playa, la nenita del helado, todo.
Menos el anillo de espuma blanca, que ahora rebalsaba en la orilla de un chop de cerveza fría para la mesa cinco. “Solo en un mundo de espectros, atravesado por el grito de mil gritos entre la espuma del mar celeste e irresistible”, agregó a la hoja en blanco, con la tranquilidad de haber derrotado a la inercia de las no palabras.

Pablo Ernesto Arahuete

domingo, 25 de noviembre de 2007

El Viaje definitivo... La fuerza de todo lo que existe

Como un puma que descansa en el hueco de un árbol, que frunce el ceño y contempla con la desdicha melancólica del desafortunado, entre pastos largos y gotas de rocío salado. Arturo Kepec se reconocía en un puma, en esa mirada atónita que atraviesa, intensa pero sin fijeza.

Nunca en su vida había sufrido un ataque de tal melancolía. Una tristeza horizontal, sin fundamento preciso. Una mezcla de añoranza pura por aquellas zonas profundas que develan la existencia y un absoluto horror de su escalofriante soledad.

Podía pasar extensos periodos de embotamiento ensimismado en la presicion de su conciencia. Intentaba descifrar algo vedado: un secreto desarrollado en las condiciones más inhóspitas, un cifrado jeroglífico aturdido.

Arturo Kepec estaba sentado desde hacia tiempo y dejaba que el fluir determinase su estado, permanecía esperando el resplandor de la conciencia que le acrecentase la visión. Estaba decidido a pelear contra todos los enemigos que se cruzasen y a morir si era necesario.

Había elegido la guerra y ya no le quedaba otra opción que pelear como un buen guerrero contra los embates fraudulentos de la soberana cruel que reinaba en los corazones frágiles. En la vida de los guerreros es algo natural estar triste sin ninguna razón aparente. Se presiente el destino final cada vez que uno rompe las fronteras de lo conocido: vislumbrar la eternidad es suficiente para romper la seguridad.

Sabía que necesitaba de todo su caudal energético para atravesar el umbral de lo conocido y adentrarse en otras aguas. La única manera de lograrlo era destruir los hábitos innecesarios. Este mecanismo liberaba a su conciencia de la absorción de si misma y le brindaba libertad para enfocarse en otras cosas.
Poco a poco fue desprendiéndose de su importancia personal. Cada vez las cosas le afectaban menos. Su máximo deseo era adentrarse hasta el meollo y poder contemplar con la serenidad de la visión esa voz debeladora del misterio humano. En muchas ocasiones mientras estudiaba sus procedimientos, su pensamiento se desviaba y retornaba a cierta lógica fraudulenta que le hacia ver su excentricidad, su locura nominal y absurda, su carencia de utilidad, su proyecto desmesurado y cómico.

Poco a poco fue desprendiéndose de este hábito, ya casi lograba con total facilidad transportarse hacia una zona donde su pensamiento corría el velo de la ordinariez. Kepec tenia almacenada la energía necesaria como para captar lo desconocido, mediante una serie de practicas, formulas inescrutables, encantaciones y largos procesos que tiene que ver con el manejo de una fuerza muy particular, una fuerza que se encuentra presente en todo lo que existe.

El misterio de esta fuerza fuel el que le hizo crear sus practicas secretas. El conocimiento de la tierra tenia que ver con todo lo que se encuentra en el suelo. Había series particulares de movimientos, palabras, ungüentos, pociones que se aplicaban a personas, animales, insectos, árboles, plantas pequeñas, piedras y todo lo demás.

Arturo Kepec estaba sentado desde hacia tiempo. Su rancho es grande, caleado, oscurecida la paja del techo. Un patio de tierra mal afirmada, perros flacos, un puerco, gallinas, patos. Trozos de alambre, madera. Aparecen las estrellas, Arturo acomoda los troncos y el fuego crece. Saca un pedazo de tela de su morral, lo desenvuelve y acomoda la tela abierta en la tierra; toma dos de las semillas y las suelta dentro de un jarro metálico agregándole agua que hervía en una caldera al fuego. Luego bebe la infusión de un solo trago. Otra de las semillas la entierra un dedo y la última la traga sin masticar. Se escucha el alarido de un cerdo y un rayo atraviesa el cielo partiéndolo al medio provocando un fogonazo de luz.

Arturo Kepec bate el parche de cuero de zorro tensado sobre el tronco hueco de un ceibo. Borro todos sus pensamientos, el asunto consistía en no pensar en nada. Dejo vagar su mirada sin enfocar ninguna parte. En el lugar donde había enterrado la semilla comenzó a brotar un tallo ni bien el agua de la lluvia humedeció la tierra. Arturo Kepec había aprendido que el agua no solo era la fuente de la vida, sino también humedad y fluidez. La humedad del agua humedece o empapa, la fluidez del agua mueve: “El agua nos fue dada no solo para la vida, sino también como la conexión, como el camino a otros niveles”, esas palabras resonaron en su memoria como un latido del pasado.

Del tallo creció una Bromelia, y la Bromelia comenzó a llenarse de agua, de esa acumulación apareció un sapito negro con manchas rojas. Todo el proceso ocurría con aceleración, era un proceso natural acelerado por la magia de las circunstancias.

El cuerpo de Arturo Kepec tembló, se sacudía de pies a cabeza. Lentamente logro controlar su temor. Sentía una fuerza incontenible que lo apretaba. No sentía dolor, ni siquiera angustia. No sentía nada, pero sabía que no podía romper el apretón de esa fuerza mediante un acto de voluntad o fortaleza. Sabia que se estaba muriendo… levanto la vista automáticamente para mirar al cielo y en ese instante dos gotas cayeron sobre sus ojos abiertos, el sapito salto en el aire y paso por sobre su cabeza, alcanzo a oír una voz que le decía: “Nuestros ojos son las llaves que abren las puertas de lo desconocido, contemplar el agua permite que tus ojos abran el camino”.

Cuando el sapito desapareció por detrás de su cabeza, la lluvia amaino y la fuerza lo soltó. Estaba libre. Arturo Kepec se levanto y camino en silencio. La fuerza que lo envolvió fue tan poderosa que durante varias horas después, quedo incapacitado para hablar, incluso para pensar. Lo había congelado una total ausencia de voluntad.

“No hay nada mas solitario que la eternidad” pensó Arturo Kepec tiempo después recostado sobre unas mantas en su rancho. Poco a poco iba calentándose y emergiendo una nueva luz en su interior, una especie de fuego que lo mantenía presente. “Nada es mas cómodo que la condición humana”, este pensamiento le sobrevino al vuelo, no era suyo; podía darse cuenta de que una pequeña corriente electrizaba su atención y la dirigía a una zona desconocida. En ese momento pudo vislumbrar con total certeza la razón de su tristeza, era un sentimiento recurrente en él, algo que siempre olvidaba hasta el momento de enfrentarlo de nuevo: la insignificancia de la humanidad. Alguien raspaba la puerta, Arturo Kepec se levanto y fue a abrirla dejando entrar a su perro negro. Agrego unos troncos mas al fuego y se acomodo en las mantas, el perro hizo lo mismo junto a el. El fuego ardía. La luna afuera colgaba del cielo y alumbraba con su mágico resplandor.

Shoters

viernes, 2 de noviembre de 2007

Ensueño del no vacío


Sí... El escepticismo nos llevó a desdeñar las advertencias de la mujer astral, la de los cabello de flama, cuando por primera vez tuvo sueños nocturnos.

En mitad de este sueño desperté de repente, más solo desperté para adquirir el convencimiento de que estaba soñando…

De haber estado atento a esos sueños llenos de presagios, esto no nos hubiera ocurrido. …Y era preciso que soñando siguiera. So pena de sucumbir, al modo que el sonámbulo necesita seguir soñando para no desplomarse.

Es por eso que ahora estoy aquí, montando estas extrañas escaleras de metal, que me devuelven en contra de mi voluntad a espacios iguales a los anteriores.
En sus visiones, nos hablaba de un eclipse del tiempo, donde en un cielo despejado se veía a la luna rodeada de un triple halo:

“El primero era de un color amarillo”
“El segundo era verde oscuro”
“El tercero era como una humareda gris”.


Hubo que verla el séptimo día, del séptimo mes, trepando la colina de las siete grutas, donde las ancianas sibilas develarían a través de su boca las visiones.

Hubo que verlas encaramadas sobre el trípode profético, desplegando con sus tortuosas y arrugadas manos las tablas astrológicas, pariendo las profecías:

“Sobrevendrá un tiempo….Los patriarcas han de disparar sus herméticos discursos adormecedores y aún cuando hablaren de paz y seguridad sobrevendrá de repente la ruina. Los guardianes tomarán por asalto el “vacío”, erigiendo en su lugar enormes pabellones repletos de abalorios y domesticarán a las gentes sin poder pensar, como en sueños posarán sus miradas sobre todas las cosas, buscando una facilidad momentánea, extremada sobre todo lo que les ofrecen, renunciando a la imaginación; le darán la espalda a los bosques, a los mares; olvidarán sus lecturas, sus viejas luchas. Todo se quedará quieto como sin tiempo”.

Hubo que ver, cuando ese día del día del que ya nadie recuerda su color llegó, como con indiferencia nos encogimos de hombros, volteando nuestras cabezas.

Hubo que ver, entre el polvo de los escombros, desaparecerían los antiguos lugares que solíamos frecuentar en compañía de nuestros amigos, olvidando nuestras charlas llenas de ideales….. ¿Cómo juzgar el miedo de los que nos dejamos vencer? Si en vez de modernos San Jorges, que hiriéramos el tiempo fatal, nos quedamos fascinados por el asombro, al descubrir en su lugar desmesurados edificios, como murallas oníricas almacenes de ramos generales invitándonos libremente a entrar.

Ya nada queda por hacer, si es que algo queda por hacer.

Sin moverse desciendo por peldaños hechos de aire, contemplo seres de rostros iguales deambulando por los pasillos, deteniéndose frente a los escaparates repletos de abalorios para un uso futuro con los ojos llenos de vértigo.

Asusta saber que no ha de hallarse una salida. Los colosales ventanales espejados devuelven la abominable faz de un cíclope, abajo una ciudad desolada sin arrabales.

La aurora, descubre en los umbrales, niños dormidos con los puños apretados.

Mis ojos erráticos giran sin finalidad por estos corredores de espacios indecisos y me pierde en galerías transparentes.

Carlos González

domingo, 14 de octubre de 2007

15-10-07: Apoyo a Blog Action Day

Ingresa a http://www.youtube.com/watch?v=WfO8mGjXoe8 y mira el vídeo de BLOG ACTION DAY sobre el "Medio Ambiente".

Apoya la iniciativa a través de tu Blog este 15 de octubre. Informate en http://blogactionday.org/es.

También están con esta cruzada los Blogs de "Ferrante Kramer, el "Peruano Dorado", y el de la "Fundación Ferrante Kramer".

Gracias.

De pestes, moscas y sombras - Última Parte

Así fue que de súbito se levanto de la vereda donde yacía sentado y pensativo. Una vez incorporado comenzó a andar por la calle mirando el cielo gris, mirando los rostros de la gente que ni siquiera se percataba de su presencia. Pestes caminaba alegre delante de él oliendo cuanta cosa encontraba.

Unas calles adelante se peleó con un perro que andaba por ahí husmeando por donde no debía, salió victorioso por supuesto, con aires de ganador llevo a su boca el hueso que obtuvo por su gran labor boxística. Durante el mediodía y la tarde siguieron así, tranquilos y sin mayores sobresaltos.

Cada uno en sus menesteres. Observando como el mundo podía marchitarse o encontrarse en el mayor esplendor, solo con un simple accionar de sus propias vidas.

Pero aún las preguntas que estaban por resolverse se hallaban en su cabeza. Giraban al igual que las moscas de Pestes alrededor de él. Miraba de reojo al perro esperando que algo sucediese, algo sombrío por supuesto. Pero nada pasaba, nada de lo que podía esperarse, inclusive había salido el sol, en un día que no podía esperarse que saliera el sol. De todas maneras esto reconfortó a los caminantes, ya que el hecho de que saliera el sol solo podía significar una cosa: menos frío. De una manera u otra la preocupación igual persistió dado que también el hecho de que hubiera más sol significaba más sombras

En el momento que menos me lo esperaba, Pestes desaparece. Lo último que había sentido de él fue que se había escurrido a través de mis piernas para luego desaparecer de mi vista. Yo me había detenido a observar como una muchacha de hermosas piernas cruzaba la calle y luego descubría que además tenía muy lindos ojos; fue en ese momento que busque la mirada cómplice de mi fiel compañero, pero no lo encontré.

La duda y la desesperación atacaron mi alma repentinamente como un baldazo de agua fría. Miré en todas direcciones sin poder encontrarlo, y para colmo la cantidad de gente que había salido a la calle había aumentado significativamente una vez que salió el sol. Me encontraba demasiado nervioso para continuar la búsqueda, casi sentía que podía desmayarme. Lo cierto es que no había comido aún y esto empeoraba mi visión, la cual se perdía en el tumulto de gente. Buscaba por todos lados, miraba hacia todas direcciones y no podía encontrarlo. Pestes solía desaparecer, pero esta vez no era lo mismo, yo sabía que podía ser que no lo vea más.

Caminaba con cara de desesperación, moviéndose con rapidez, mirando todos los rostros, con su boca abierta tratando de sacar algo más del húmedo aire que podía hallar, giraba para un lado y para el otro, hasta finalmente decidió quedarse quieto donde estaba. Se sentó. Media lengua afuera y un respirar rápido y agitado. Hasta que finalmente, comenzó a mover la cola rápidamente, estaba tan contento que salió al encuentro feliz con su dueño que también corrió hacia él. Fue un momento de felicidad para ambos, pero más para su dueño, quien tenía en consideración los hechos ocurridos ese mismo día más temprano. La cara de felicidad de ambos podía ser vista desde cualquier rincón de la ciudad.

Pestes movía su huesuda cola para un lado y el otro. Su dueño, miraba de reojo con felicidad parado de costado a ese perro, hasta que una alegría le inundo el alma repentinamente y finalmente se decidió a abrazarlo, sin importarle las consecuencias de dicho abrazo.

De que me reía en ese momento, ni yo mismo podía explicarlo. De que estaba feliz, tampoco. Pero sabía de alguna manera que algo de lo que había pasado esa mañana no tenía explicación, sabía que no se trataba de hechos comunes. Pero aún seguían ocurriendo situaciones inesperadas e impensadas.


Ahora mirando nuevamente a Pestes, este había perdido la totalidad de sus moscas. Esto me preocupo mucho. ¿Qué significaba este simple hecho? ¿Qué sería de Pestes sin sus moscas? ¿Qué sería de mí sin mi Pestes? Seguramente sería un vagabundo errante que andaría buscándolo por aquí y por allá, tal cual seguramente Pestes estaría buscando a sus moscas cuando lo había perdido, pero de todas maneras, lo que me sorprende es que haya detenido su búsqueda. Yo en su lugar no hubiera dejado de buscar.

Pero la respuesta ante este pequeño dilema me sale al paso rotundamente, el perro es mi fiel compañero, y podrá vivir sin sus moscas, pero no podrá vivir sin mí. ¿Quién lo alimentaría sino? ¿Quién se encargaría de jugar con él? ¿Quién le contaría las moscas…? Pero ya no más, Pestes estaba liberado de las moscas y ahora me tocaba el turno a mi -según me lo había develado la sombra- de liberarme de Pestes.

Encontraba ese sentimiento como algo perturbador en su interior, algo que lo hacía regocijarse y al mismo tiempo le empeñaba una dura sanción de tristeza. No encontraba explicación a ello, no hacía falta, cada minuto era muy importante, ya no había demasiado tiempo para pensar. El final de la tarde comenzaba a llegar y las sombras eran cada vez más largas, la noche se acercaba y el frío volvía de a poco a tocar suavemente los huesos.

Continuó caminando por la ciudad con su carro y su perro correteando alrededor de él. El corazón latía distinto, se sentía más de lo que lo sentía de costumbre. Lo único que podía pensar es que se trataba simplemente de un juego de su cabeza, otra artimaña que lo preocupaba y lo sacaba fuera de sus pensamientos por un rato. Con rudeza lograba conseguir sobreponerse y seguir adelante con sus pensamientos y preocupaciones. Ahora caminaba por un barrio, miraba las casas, todo le parecía muy familiar.

Cada centímetro de la calle era mío. Siempre lo sentí así. Iba por la calle sabiendo a donde mis pies iban aún sin mirar el suelo, aún sin tener un destino. Sabía donde estaba parado, sabía hacia donde ir. Pero todo era una simple mentira que jugaba en mi cabeza para sentirme dueño aunque sea de algo, aunque sea del dulce sentimiento de que esa sucia calle me pertenecía. Esa calle, ese barrio, eran míos. Hacía mucho que no lo visitaba. Tenía esa sensación. Tenía la sensación de estar volviendo a un lugar que realmente me pertenecía. Conocía los pozos de la calle. Conocía los frentes de las casas. Y este simple sentimiento comenzaba a atormentarme, aún mucho más que el mensaje de la sombra aquella mañana, aún más que la desaparición de las moscas de Pestes

Caminé esa larga calle y al llegar a la esquina miré hacia el interior de una de las casas, podía ver que había gente en ella, aún no habían cerrado las ventanas, pero el sol ya se estaba escondiendo y la luz del interior debelaba lo que ocurría dentro. Me quede parado, mirando. Al rato alguien se asomo, un niño que al verme huyó asustado, como buscando a alguien a quien contarle que había visto a algo tenebroso.

Al poco tiempo, apareció una silueta de una mujer, una sombra que al ir acercándose a la ventana comenzaba a hacerse más clara. Me miró a los ojos. Se tapo la mano con la boca y comenzando a llorar corrió la cortina y cerro la ventana no dejando que se pudiera seguir mirando en el interior. Esto lógicamente me tomó por sorpresa. Me llenó de angustia. No pude más que seguir caminando lentamente. Alejándome de aquella esquina que me traía recuerdos desde algún lugar de mi interior, que me hacían sentir nostalgia de algo que no podían ser más que preguntas.

Guiado por su humilde amigo, lo siguió calle abajo, y luego calle arriba. Inmutado por el ruido de los pájaros que ahora iban despidiendo el día. Su abatimiento era cada vez mayor. Pero su alma estaba aún mejor. Sentía que se hacía más liviano, que todos los sucesos de aquella tarde tenían un porqué, y lo que se avecinaba con las ultimas gotas de luz de aquella tarde no era nada más, ni nada menos que algo tan inevitable como apacible. Y así, con los últimos rayos del sol, aparecieron más y más sombras, todo empezaba a ser sombra.

Y el día, en un último intento por sobrevivir, abrió el cielo y el sol se agigantó de una manera inexplicable. Hacia allí fue él, sediento de luz y de paz. Comenzó a ver de repente todo con mucha claridad, sentía que el cuerpo le iba pesando menos, que sus pies se alejaban del suelo y veía que se alejaba de Pestes, que lo miraba con los mismos ojos de alegría de siempre. Ahora ya todo lo que la sombra le había dicho tenía sentido, no se iba Pestes, se iba él.

Recordó entonces quién era esa mujer, a quién pertenecía esa casa y a quién pertenecía esa profesión. Se sabía como un hombre de leyes, y ahora vivía en la calle. Recordó a quien pertenecía esa sombra. Recordó a quien pertenecía esa peste, a quien pertenecía ese resultado. Cayó en la cuenta de que todo había terminado, porque alguna vez todo había comenzado. Un día partió y hoy pudo volver, para dar con su mirada, un último adiós a aquellos que lo amaban.

Adiós Pestes

Leandro Will



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sábado, 6 de octubre de 2007

De pestes, moscas y sombras - Primera Parte

Publicamos la primera parte de esta historian hace más de un mes. Comúnmente, las segundas y terceras partes llegan a los pocos días. En esta ocasión, no sucedió lo acostumbrado-

Pedimos disculpas a los visitantes del Blog...

Y visto que ha pasado tanto tiempo, hemos decidido volver a publicar la Primera Parte hoy, y la segunda en los próximas días.

Gracias por visitarnos...


DE PESTES, MOSCAS Y SOMBRAS - PARTE 1

Una mañana más. Tranquila. Había una niebla espesa. El frío pasaba por la ventana como si ésta no existiera, esa mañana era mucho más fría que de costumbre, era el día más frío del año, y ya era el momento oportuno para ponerse de pie y comenzar a moverse.

Miró el cielo, todavía no había terminado de salir el sol, pero ya escuchaba cantar a los pájaros que en la mayoría de las días, cuando regresaba de sus recorridas nocturnas hacían las veces de reloj despertador, eran como el solía llamarlos –sus relojes cucú-.

Claro que si no eran ellos, era Roberto el que se encargaba de despertarlo. Un taxista de 48 años que siempre pasaba a saludar cada vez que le tocaba hacer su turno nocturno. Tarea difícil la de ser taxista, siempre pensó eso, estar toda una noche manejando llevando gente de acá para allá, claro que si es que hay alguien, la mayor parte de la noche sería dar vueltas en la soledad de la durmiente ciudad.

El siempre prefería otras opciones. Era lo que Roberto llamaba "Un soñador".

Éste no era el único personaje con el que conversaba por las mañanas. También estaba Pestes, mi perro, se imaginan sin ninguna duda del porque del nombre. Pero así huesudo, de caminar chueco, con medio cuerpo pelado y alrededor de unas diez moscas que lo seguían a donde fuera –no se sorprendan por que sé el número de moscas, es que realmente todas las veces que las conté eran diez, ni una más ni una menos.

Estas moscas serían para Pestes lo mismo que él para mí, una compañía incondicional que llevo conmigo a todas partes. Yo a donde voy llevo a Pestes conmigo y el a su vez trae moscas.

Maravillado por la mañana que empezaba, siempre era así, nunca dejaba de maravillarse por la magnitud del mundo, de la naturaleza, y de la antinaturaleza de la ciudad. Vivía en un departamento pequeño en un edificio abandonado, rodeado por cartones y basura.

Esa mañana comencé a contar las moscas nuevamente, tenían que ser diez, como siempre, como cada vez que las conté. Pero esta vez, sabrá solo Dios por qué, no eran diez pequeñas e inofensivas moscas las que merodeaban alrededor de Pestes, esta vez, y por primera vez desde que tengo a ese perro a mi lado, eran nueve moscas.

Las cuentas no podían fallar, se había perdido una mosca. Y yo no podía contar más de diez veces. Ya estaba todo dicho. Obviamente de haber muerto debería estar por algún lado ese pequeño cuerpecito, algo le debía haber pasado. Miré, busque por todos lados sin tener un poco de suerte suficiente como para poder hallar el cadáver o lo que hubiera quedado de la pobre mosca.

Sé que es muy sorprendente que alguien se sienta dolido por esta situación. Al fin y al cabo solo se trata de una mosca. Pero eran diez, ahora son nueve, quizás mañana sean 8 y así siga una cadena que se lleve a mi perro Pestes. ¡OH no!.. Qué sería de mí sin él. No imagino mi vida sin ese perro.

De todas maneras, debo aclarar que el perro ni se mosqueó cuando despertó y había perdido una de sus diez acompañantes. Fui solo yo el que entró en pánico, y aún me cuesta entender el porque de semejante actitud. Nunca jamás me había sentido de esa manera y juraba no querer volver a pasar por ello nunca más en mi vida.

Pero debía comenzar mi recorrido, la mañana recién comenzaba y debía partir para seguir con mi rutina diaria. Le chiflé a Pestes que se encontraba mirando algo extrañamente la ventana, y éste vino al rato corriendo moviendo su cola huesuda y pelada. Le di una palmada en la espalda y partimos el perro, las moscas y yo.

Al momento de partir, nuevamente miró al perro y descubrió que todos sus miedos eran fundados, el perro efectivamente contaba con una mosca menos. A este paso de los acontecimientos no pudo menos que mirar a su alrededor, persuadido por la ignorancia de no saber que es lo que ocurría, o mejor dicho, de la incertidumbre que esta situación le estaba proponiendo. De a poco estaba perdiendo algo que le era suyo. Lo más alarmante estaba por venir.

Cuando llegué a la esquina, el perro ya estaba ahí. Mirando la pared. Atónito. Si, esa era la palabra, ahora me pregunto -al igual que ustedes seguramente- ¿Cómo puede ajustarse tal calificativo a un perro mirando una pared?

Pero la mirada de Pestes, mi fiel compañero de aventuras, era casi humana, en lo atónito claro está. Miraba la pared, maravillado con lo que veía. Y ahí sucedió lo que menos esperaba y más me asombró. El perro asintió con la cabeza y me miro a mi como instándome a observar la pared, obviamente no le hice caso a esto último, era mucho más difícil entender como era que el perro le hiciera un “si” con la cabeza a una pared, como si allí se encontrara una persona moviendo comida hacia arriba y hacia abajo dirigiendo la atención de Pestes, pero no había nadie en la pared, no había nada, excepto… una sombra.

La sombra correspondiente a la figura de una persona. Una persona delgada, de no más de 1 metro 80. Con un sombrero, parecía que estaba de traje y además sostenía un bastón.

Miró hacia su lado y encontró en su mirada un miedo que no podía ser mayormente expresado. Sus músculos estaban duros. Cada parte de su cuerpo estaba por entrar en shock. Pero, por suerte para él, ese día se había despertada más valiente que nunca e iba a enfrentar el encuentro con la sombra.

Su mirada fue cambiando, los músculos empezaron a distenderse y finalmente se animó a hablar. La sombra dijo:

- "No temas, aunque creo que en esta advertencia llegué algo tarde. Por suerte para ti estas muy bien acompañado de tu amigo Pestes. Es un perro de calidad por lo que veo. Seguramente por la expresión de tu rostro aún continúas enmudecido del miedo y no logras comprender mi sarcasmo y por supuesto, menos puedo esperar que se te ocurra algo para contestarme. Lo cierto es que vine hoy será el ultimo día que lo veas".

- "¿Cómo que se será la última vez que lo vea?"- preguntó lleno de miedo y dudas – "¿Cómo es que te lo vas a llevar? Es mío, y vos, no se que o quien sos… Pero no te vas a llevar a mi perro es mi fiel compañía, es mi gran guardián para cada uno de mis tormentosos días, mi compañero en los momentos felices, es mi perro… y vos… sombra… o lo que seas no me lo vas a quitar".

Y dejando más preguntas que respuestas, la sombra miró hacia el cielo y voló. Dejando un último aviso:

- "No hemos terminado aún, el día recién comienza y al final tendrás las respuestas a tus preguntas, por ahora solo confórmate con saber que al final del día ya no veras a pestes Pestes, y que al final del día nos volveremos a encontrar".

La mirada con la que quedé fue de perplejidad, seguramente si alguien hubiera observado mi rostro en ese momento habrìa tenido la sensación de que yo había visto un fantasma o algo parecido… El hecho es que fue así, vi algo que no podía explicar y que me dejaba lleno de dudas para seguir, y lo que más me asustaba era que me avisaba que se estaba llevando a mi mejor compañero, a mi amigo, a mi perro.

Entonces mis miedos comenzaban a dudar. Aún no sabía si se trataba de miedo a la sombra o a que se llevaba al perro o que sería de mí durante todo el día sabiendo la pérdida que me esperaba por la noche... Entonces, comencé a caminar lentamente, respiré profundo y ya no mire de reojo la pared en la que se me había presentado el augurio más inoportuno en mi vida, decidí caminar hacia el frente y seguir con mi día, ya la noche llegaría y las cosas se resolverían, claro que en mi todavía pesaba una angustia por los sucedido, pero aún podía seguir, y de alguna manera podía percibir que el final no era malo, no había por que temer…

Leandro Will

Continuará…

domingo, 23 de septiembre de 2007

Dos no son suficientes

Fueron 14 años de amistad. A veces me acuerdo cuando entramos los tres de la mano a jardín de infantes, una época tan lejana que me parece imposible que haya pasado el tiempo.

Pero así éramos de unidos Matías, Carlos y yo. La vida pasó, claro, y las cosas cambiaron: aquellos dos pequeños niños de cuatro años se convirtieron en adolescentes de dieciocho, y una niña tan inocente, ya era una crecida mujercita.

Esos dos chicos siempre fueron mis mayores tesoros, eran mi familia. Estábamos en el último año de la secundaria, y faltaba muy poco para las vacaciones de verano que habíamos planeado pasar juntos.

Los rumores en el curso nunca se demoraban en llegar a nosotros. No nos afectaban, sabíamos bien lo que éramos y cómo decidíamos nuestras vidas. ¿Los raritos del curso?. Para nada. Pero nunca pensé que un rumor iba a cambiar tanto una amistad. Lo digo porque una vez me llegó el comentario que Matías y yo estábamos en pareja. Noté que él y Carlos me evitaban o algo así. Carlos parecía más enojado que yo por lo que se decía, como si estuviera celoso. Estuvimos toda esa mañana sin hablamos.

Cuando llegamos a mi casa, nos sentamos a comer, y fue cuando les pregunté:

- "¿Les pasa algo, chicos?".

Los dos se miraban entre sí, me miraban a mí, miraban las paredes, pero no decían nada, ¡como si hubiese venido el "Ratón Pérez" a comerles la lengua!.

Fue una situación tan incómoda que les sugerí que se fueran.

Si no iban a hablar, era inútil que siguiéramos mirándonos como idiotas. Se me cruzó por la cabeza la posibilidad de perderlos después de decirles eso, pero no me pareció para tanto. Ese jueves, la pasé muy mal, no pegué un ojo en toda la noche. Creí por un momento que el mundo se me desmoronaba.

Al día siguiente, fui al colegio. Era el último día de clases, ya terminábamos la secundaria. La idea de pasar juntos el verano se perfilaba imposible: tos chicos seguían sin hablarme Sonó el timbre del recreo... Cuando bajaba las escaleras, sentí que alguien me tomaba por la espalda. Era Carlos. Me dijo que tenía que hablarme de "algo sobre Matías". Yo no tenía el ánimo como para discutir esos chismes, y le negué directamente esa charla. ¿Para qué hablar al respecto?.

Quedé muy mal por la forma en que traté a Carlos. Sin embargo, seguí con lo mío.

Estaba en mi casa y sentí una soledad tan grande, que los llamé a los chicos para ver si por lo menos, esa noche podíamos "juntarnos para pasar el rato", y saber qué iba a ser de nuestras vidas después del colegio. Sus líneas estaban ocupadas. Fue a las dos de la madrugada... cuando escuché sonar el teléfono.

Era Matías.

- "¡Támara!... Pasó algo muy feo, nena!...". Yo no entendía lo que pasaba.-

- "¿Qué pasa Matías?...".

La comunicación se cortó, pero lo último que escuché decir a Matías fue...

"Carlos se mató!".

¿Alguna vez sintieron que todo se vuelve negro, y que no podes escuchar nada más que tu agitada respiración?. ¿Estaba soñando?, ¿Acaso había escuchado mal?...

Porque no podía creer eso. Llegué a pensar que Matías estaba haciéndome una broma. Pero no. Él no era de hacer esas cosas, menos con un tema tan serio. Lo volví a llamar, para saber si lo que había oído era cierto. Así fue. Carlos se había ido. Todo lo que tuvimos una vez, toda esa amistad, todos esos momentos junto a él, eran historia. Aquella noche lloré hasta la última lágrima que se guarda en el corazón.
Después de la misa que se hizo por la memoria de nuestro amigo, Matías y yo, decidimos hablar al respecto.

- "Ay... Támara. Yo nunca quise que pasara esto. No fue mi culpa que Carlos se enamorara de mí... ¿O sí, decime, fue mi culpa?".

En ese momento, sentí que todos los cabos sueltos poco a poco se iban uniendo. Sin más vueltas, Matías dijo que necesitaba contarme cómo habían sido las cosas. Ese viernes a la noche, Carlos fue a la casa de Matías y le confesó algo que sentía desde hacía mucho tiempo. Se había enamorado de él. Cuando se rumoreó que Matías y yo estábamos juntos, Carlos se enfureció mucho, y decidió no hablar con ninguno de los dos. Fue por ese motivo que estuvimos hasta esa noche sin dirigimos la palabra.

Pasaron muchos años desde que eso sucedió y hoy, 15 de diciembre, se cumplen 4 años desde la muerte de Carlos. Y hay veces que lo veo a Matías, mi amigo, mi hermano, pero nada es como antes. Creo que por momentos, dentro de mí, puedo sentir, recordar, y hasta tocar aquellos tiempos en que nos teníamos el uno al otro. Siento el perfume de Carlos, en ese último día de ciases, y la voz desesperada de Matías aquella noche; el llanto de Carlos sentado en el banco; recuerdo el día en que nos conocimos. A veces me pregunto si fue mi culpa que Carlos se haya suicidado.

Pienso que quizá lo que él necesitaba para seguir con su vida era aclarar sus sentimientos, tal vez necesitaba hablar sobre Matías, para explicarme todo lo que pasaba. Carlos no estaba enamorado de mí, estaba celoso porque imaginó que Matías estaba conmigo. ¡Por qué le dije a Carlos que no quería hablar! Quisiera por momentos volver el tiempo atrás, a esa noche y escuchar el teléfono sonar, poder atender y escuchar la voz de Carlos diciéndome:

- "¿Y qué hacemos esta noche, preciosa?... ¿Salimos tos tres juntos?...

Tru

sábado, 15 de septiembre de 2007

En los funerales siempre debería llover

La luna fría se hacía ver muy temprano entre las nubes, como si hubiera querido presenciar el espectáculo ganándole minutos a ese sol que ya había sido testigo de demasiados entierros y que se iba tapando con las distintas formas del cielo, sonrojándose, apagándose.

Llovía porque en los funerales, en los míos al menos, siempre llueve. Por supuesto hubo gente llorando, algún que otro desmayo y manojos de tierra desplomándose sobre el cajón.

La putrefacción ya debía estar surtiendo su efecto sobre el cuerpo preparado con sumo cuidado para tal acontecimiento. Después de todo, la muerte es una de las cosas más importantes que nos pasan en la vida. No hablo del show alrededor, simplemente del hecho trascendente.

Debe haber sido mayor el finado porque la señora, digo, la esposa, que fue la del desmayo, la que gritaba “¡no me dejes, Osvaldo, no me dejes!”, tendría más de ochenta años; una edad que se acerca al hecho. El resto lloró en silencio, bastante correctos.

Siempre digo que son todos distintos, que uno debe aprender a ver la belleza de ese acto. Por eso odio los crematorios, no tienen el menor sentido estético ni formal.

- “¿Qué trabajo el suyo, eh?", dijo el gordito acercándose.

- “¿Pariente del occiso?", pregunté.

- “Conocido, nomás… Debe estar acostumbrado a todo esto, aburrido, ¿no?”
- “Je!”, contesté, no se me ocurrió otra cosa para decirle. Qué me iba a poner a explicarle a ese... aparato, de la belleza del acto. El ojo humano no está entrenado para ciertas cosas.

- “Parece que uno se mimetiza con el trabajo. No lo digo por su cara, no me malinterprete, aunque se lo ve muy pálido”, sentenció el gordito que también era pelado.
- “¿Y usted, de qué trabaja?", dije pensando más en una piñata de fiesta infantil.

- “Yo, era secretario de don Osvaldo; Dios lo tenga en la gloria!…”, se lamentó el gordito pelado que tenía el color de los muñecos de goma.

- “No lo veo en minifaldas, tomando notas en las rodillas del patrón….”
- “No se ofenda, jefe, dije algo para charlar. Me parece raro su trabajo”, afirmó el gordito pelado de color artificial y piel grasienta.

- “Tiene razón, la gente no sabe como es la vida en un cementerio, porque acá hay vida, acá todo me habla. Puede ser muy gratificante. ¿Sabe cuánto tiempo hace que trabajo en esto?... Treinta años!”.

El cortejo ya estaba dejando en paz al difunto, digo que ya no le echaba más tierra encima. Ahora se reunirían en la casa del muerto para recordar lo “bueno” que había sido en vida. El gordito raro seguía entusiasmado por conocer los secretos del oficio.

- “¿No se va con los demás?", le dije.

- “No, me gustaría, si usted me lo permite, charlar sobre sus cosas”, dijo el gordito pelado de color artificial piel grasienta y ojos saltones y enfermos…

- “Me da mucha curiosidad esto, la trastienda”.
- “Disculpe, pero se va a tener que ir, ya casi cierra el cementerio”.

Efectivamente, había sido de los últimos entierros. La luna empezaba a platear las lápidas como congelando todo poco a poco. Y el gordito que me seguía.

- “No se puede quedar acá, yo todavía tengo trabajo: a esta hora voy al osario general a llevar a los que sacamos, los que no pagan. Es la hora más linda: si hay luna se ve todo fosforescente, es una visión irreal”.
- “¿Lo puedo acompañar?... Si quiere, lo puedo ayudar a cargar, me gustaría ver eso de los huesos”, dijo el gordito pelado de color artificial piel grasienta ojos perversos y que usaba la cintura del pantalón por las tetillas…
- “Es como un sueño para mí estar en un cementerio de noche”.

Tendría que haberlo echado en ese momento, no tenía nada que hacer ahí. Sin embargo lo dejé llevar la carretilla cargada. El gordito iba fascinado por las callesitas mirando las bóvedas, las estatuas y preguntaba, todo el tiempo preguntaba:

- “¿Nunca vio un fantasma?, ¿Alguna vez enterraron a alguien vivo?, ¿Nunca se volteó a alguna que estuviera pasable?, ¿Hizo alguna sesión espiritista?, ¿Durmió en un nicho?, preguntaba el gordito pelado de color artificial piel grasienta mirada enferma con el pantalón por las tetillas y que pensaba asquerosidades…

- “¿Alguna vez...?"
- “¡Basta, hombre!... Ya me cansó con sus preguntas. Doble acá que ya llegamos al osario”.

Abrí la tapa y, como imaginé, por la altura en que estaba la luna, fueron increíbles las luces que emanaban de ese lugar. El gordito, como en trance, se tiró a la fosa y empezó a moverse en forma obscena entre los huesos.

- “¡Salga de ahí!”, grité... “Pensé que usted podría comprender la belleza de este lugar, pero no es más que un degenerado. ¡Salga ya de ahí!”

El gordito salió pero con una evidente excitación. Los muertos son más previsibles y educados, pensé.

- “No se ofenda, pero esto es otro mundo: esos colores, esas formas. Es como un mar irreal. Déjeme acá, yo me quedo. Usted siga con sus cosas que..."
- “¿No le da vergüenza, hombre?... ¡Es asqueroso lo que hace! “

Pude ver su miembro erecto que abultaba el pantalón. En los años que llevaba en la profesión nunca presencié un espectáculo tan nauseabundo: jadeaba asquerosamente, se revolcaba en la carretilla llena de huesos.

- “¡Pare, degenerado, pare!”, grité, pero ni se dio cuenta de lo que le decía. Lo empujé y cayó al piso, pero siguió vociferando y dando la ominosa pantomima. Se movía espásticamente y seguía jadeando con un ronquido que no era humano.

- “¡Pare de una vez!”, lo conminé. No me hizo caso. Pude haber hecho otra cosa pero...
- “¡Aj...!", gritó apagadamente el gordito pelado de color artificial piel grasienta ojos perversos con pantalones por las tetillas que pensaba asquerosidades y que ahora tenía la pala incrustada en la traquea.
Daniel Bosco

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Como una estatuita de tanagra

Reparé en ellos apenas entré a la confitería: estaban sentados muy próximos a mi mesa. Fue como una premonición, creo, que me llamaran tanto la atención.

El hombre joven y agradable se inclinaba sobre la niña para hacerse oír mejor. Ella se mantenía erguida y rígida como una estaca, el cuerpo tenso, las manos crispadas alrededor del vaso. No pude dejar de mirar sus ojos, casi blancos de tan claros que sin embargo fulguraban de ira contenida.

Ojos de adulto poseídos por un demonio interior. Blanca y rubia como de nieve, salvo la mirada el resto era angelical, una figurita de Tanagra.

Calculo que tendría entre once y doce años pero emanaba de ella, a pesar de la aparente fragilidad, una determinación de hierro. De hierro y de hielo. No podía dejar de estudiar a ambos y los fragmentos de conversación me contaron la historia.

- "No pretendo que me contestes ahora Vero. Le pedí a tu mamá hablar con vos a solas y ella aceptó. Vos también ya que estás acá. No pretendo mucho, solo que nos llevemos bien. Quiero ser buen amigo tuyo, de ninguna manera reemplazar a tu papá. Vos sabes bien que Elisa y yo nos queremos y estamos bien juntos. Los tres podemos ser felices.".

Ella se mantenía imperturbable, sin palabras: los labios, dos líneas paralelas, cada vez más apretados.

- "¿Me estás escuchando Vero?... Tu mamá va a estar triste si persistís en odiarme tanto. ¿Por qué tanto fastidio? ¿Qué tenés contra mí?"

Ella tomó un sorbo del vaso, casi mordiéndolo. El hombre no sabía más que argumentar: probó todos los métodos persuasivos que se le ocurrieron en el momento. Finalmente bajó los brazos como agotado, se le notaba irritación y desencante en la voz que se elevó crispada y trepó hasta alcanzar las penumbras del techo.

Luego dijo lo único que debió callar.

- "Bueno, Vero, así están las cosas, depende solo de vos que vivamos bien. Nosotros tenemos derecho a nuestras vidas. Sos bastante adulta y muy inteligente como para comprenderlo. Vamos a seguir adelante con tu aprobación o no. Pensá aunque sea en Elisa”.

El hombre pagó, tomó sus cosas y se levantaron. Le ofreció la mano en un nuevo gesto de amistad pero ella lo ignoró caminando unos pasos delante. Yo también pagué y salí.

Seguían mi rumbo por lo visto ya que coincidíamos en la boca del subte.

Los perdí un momento entre el gentío pero los reencontré abajo en la plataforma. El adelante, de costado, mirándola de reojo; ella apoyada contra la pared. Saltaba y se movía de manera extraña, con un ritmo nervioso y alocado. Se adelantaba, retrocedía, se adelantaba.

Cuando el tren apareció a lo lejos él hizo un gesto para que se acercara. Verónica fingió no verlo.

Antes de que el coche se detuviera y cuando aún tenía mucho impulso, vino corriendo desde atrás, fingió tropezar y lo empujó bajo las ruedas. Hizo lo esperable en ella, se quedó allí, demudada su cara crepuscular, dejándose rodear y consolar. Me miró sabiendo que yo sabía, con su rostro de fariseo inundado de lágrimas, una chispa de satisfacción pegada en los ojos de hielo, pálida y delicada como una estatuita de tanagra.

Guillermina Piñeyro


sábado, 1 de septiembre de 2007

Nevada premonitoria: El regreso del Eternauta

Por razones de tiempo, no pudimos publicar esta hermosa historia de Rolo cuando Buenos Aires fue visitada por la nieve, el pasado 9 de julio. Recordemos un poquito ese día, y disfrutemos de su resulto

Demian Ferrante Kramer


Nevada Premonitoria....El Regreso del Eternauta


Asomaba un lunes gris, pero indeleble. Feriado histórico. Recordatorio del partido ganado a los realistas. Frío que cala los huesos, como el hambre, como las injusticias. Tenue llovizna, lamento silencioso de los perdedores. Un transcurrir agónico del tiempo, del día, de la vida.

Miradas de consuelo mutuo que se extienden al suburbio bonaerense.
De pronto, el agua toma forma, toma cuerpo, como las convicciones, como la dignidad.
Buenos Aires se cubre toda de blanco, una postal surrealista. El sentimiento es instantáneo, lo buscamos por todos lados. La alegría es contagiosa. Todo el mundo se anoticia. El Eternauta está de regreso, camina entre nosotros.

Después de viajar casi cincuenta años, retorna priorizando el bien común por sobre el verticalismo impuesto.

Aunque las fuerzas del conflicto nos encuentren en el lado más vulnerable, que generalmente es el más digno. Él nos invade de expectativas, de sueños, de lucha. Nos infunde conciencia y confianza en nosotros mismos para volcarlas al servicio del conjunto, pues nada se consigue sin la unión y la solidaridad. Vivimos momentos difíciles, estamos en medio de una batalla donde debemos vencer a nuestro peor enemigo: NUESTROS PROPIOS MIEDOS…

Enfrentémoslos, sólo así forjaremos el eterno espíritu de la resistencia, un atributo valioso que siempre nos acompañará hacia un futuro mejor. Vamos, compañeros, El Eternauta está de nuestro lado.

viernes, 17 de agosto de 2007

Adiós, cordobés

Salgo apurado como de costumbre. Esta manía de manejar mis propios tiempos termina por traicionarme. De lejos diviso el colectivo y cruzo la avenida en diagonal, levanto la mano para llamar la atención y lo consigo.
El chofer se apiada de mí una vez más y se detiene a mitad de cuadra. Subo agitado en el estribo. Los dos reímos. Saco el boleto. Por la radio se escuchan los datos del tiempo y el estado de las principales arterias de acceso a la capital federal, en un resumen compactado de noticias. Una en particular me alcanza y empieza a recorrerme. El chofer me mira de reojo y dice:
- ¿Le pasa algo, Maestro?.
- Debe ser la corrida – digo para tranquilizarlo.
La luz roja de Avda La Plata y Lamadrid nos detiene, el chofer, ahora gira su cabeza y vuelve a interrogarme.
- ¿Bien?- dice.
- Bien – respondo, mientras asiento con mi cabeza. Recién entonces vuelve a sonreír y me guiña un ojo. El semáforo cambia de color y seguimos el viaje que esta vez me lleva a una esperada tarde de domingo, cuando de la mano de mi viejo, fui a verte jugar por primera vez.
Todo es nuevo, mis ojos no alcanzan a explorar cada rincón de la cancha, me detengo en los que saltan subidos a un caño, agarrados de las banderas, exploto de ansiedad, esperando la salida de mi equipo.
De repente, todos gritan y empiezan a saltar, las banderas se agitan y mi viejo señala en dirección a uno de los ángulos de la cancha. Observo a un hombre grande y morocho, con una soga en la mano, comienza a tirarla y entonces sube una pequeña lona que desata la locura.
Montones de papelitos vuelan en el aire. Los bombos resuenan y desde el fondo de la tierra sale Vélez. Estoy paralizado, el corazón a mil , la alegría me desborda, veo a mi viejo gritando y tomándome del brazo, tengo siete años, nunca voy a olvidar esa tarde. Fue el principio de años llenos de tardes de domingo, una cálida pausa que compartía con mi viejo y el fútbol. Un refugio que abrigaba esperanzas, y ayudaba a matizar una apacible vida de barrio.
Ahí, en el fondo de la formación te alcanzo a ver, con tu casi metro noventa, llegando al centro del campo y levantando las manos, para que termine de estallar la tribuna. Mi viejo tenía dos laburos, salía de uno y se metía al otro, pero antes pasaba por nuestra casa. Mi vieja siempre le tenía preparada la comida. Lo veía cansado, las piernas y la columna le molestaban mucho, sin embargo siempre estaba de buen humor.
Algunas veces en medio de la comida contaba un chiste, pero tenía tan poca gracia, que mi vieja se enojaba ni bien empezaba, el lo sabía pero cada tanto repetía el ritual, luego se acercaba para abrazarla ¡No te enojes – viejita! le decía, le daba un beso, me saludaba y se iba.
Como volvía muy tarde, no lo volvía a ver hasta el otro día, así se pasaba la semana. El sábado generalmente visitábamos a mis abuelos y algunas veces nos llevaba al museo de ciencias naturales, siempre le interesaron los misterios de la naturaleza.
Por fin llegaba el domingo, el domingo era nuestro y yo rogaba por que fuera un lindo día. Estaba tranquilo, no había hecho ningún quilombo en la escuela y nada impedía que me dejaran ir. Sin embargo cuando se acercaba la hora, mi vieja se ponía insoportable, mientras me arropaba, repetía mil veces las mismas recomendaciones. Nosotros tomábamos siempre la misma actitud, permanecíamos callados y sin contradecirla, cualquier comentario hubiera resultado inútil, las madres siempre tienen miedos.
En esos momentos, mi viejo terminaba de juntar las monedas para el colectivo. Ahora si, nos íbamos a la cancha, ese espacio de encuentros no pactados, el mismo lugar, las mismas caras, la misma pasión, la misma esperanza, sentirse acompañado compartiendo un mismo sentimiento popular. Era un equipo humilde pero con la convicción de quedar en la historia .Existía la secreta necesidad de un barrio, de todos: Pero faltaba alguien que catalizara todo ese fervor y nos llevara de la mano, nos mostrara el camino.
Alguien con la claridad suficiente para sacar lo mejor de cada uno de nosotros. Fue entonces que un día cualquiera llegaste a ocupar ese lugar para tomar el desafío y marcar la diferencia, esa que nos hacía ir a la escuela con la cabeza en alto y plantarnos con los amigos del barrio sin temor a las cargadas.
Como esa noche que en plena bombonera, le pintaste la cara al Boca de Rattín ó esa tarde con Atlanta, que hasta el referí te fue a dar la mano. Sin embargo vos nada, seguías con tu andar pausado, parecías estar en otro tiempo, en otra parte, como meditando una gambeta. Eran épocas en que se dejaba la vida por la camiseta, porque después de mucho tiempo la piel y la camiseta eran lo mismo, eso nos hermanaba, éramos cómplices de tu fantasía. Hoy la magia se torna ausencia.
Ausencia que descansa en la inmortalidad presente en el cartón redondo, que guardo en el primer cajón de mi mesa de luz. Terminó el partido, la vieja y querida lona de Alfajores Guaymallen, quiere ser la primera en levantarse. A un costado y de pie está el Negro Tulio - histórico testigo de tardes memorables- que con un marcado gesto de respeto, le suelta sus amarras, dando inicio al eterno rito del final. Luego sus deformes y toscas manos comienzan a aplaudir, mientras desde el fondo de su boca desdentada asoma una sonrisa, me sumo a el y conmigo muchos más que con la vista nublada nos empecinamos en seguir observando tu figura, que lentamente se aproxima al túnel. Un tenue murmullo comienza a crecer hasta hacerse grito en las miles de gargantas que repiten:

¡Cor-do-bés!, ¡Cor-do-bés!, ...¡Cor-do-bés!.

Es un momento único, mágico, viene envuelto con una rara belleza, esa capaz de amalgamar tristeza y alegría, el sabio y delicado equilibrio, que nos anuncia su inexorable presencia. Si hasta te ganaste su respeto, te vas entero de la cancha.
Cada vez estas más cerca y siento la necesidad de gritarte ¡Gracias! , antes que desaparezcas definitivamente por la boca del túnel. Voy llegando a destino, me acerco hacia la puerta delantera.
El chofer vuelve a mirarme, le indico que bajo en la próxima parada, palmeo su espalda en señal de agradecimiento y espero en silencio junto a él. Hago gestos esquivos para que no se note mi sensibilidad, mientras a mi alrededor un hombre dormita, una chica lee y un adolescente juega con su celular.

domingo, 5 de agosto de 2007

Poética de barrio

Lo observo y no dejo de asombrarme. Un lugar, un espacio, un territorio común y a la vez tan singular, tan mío como de todos; tal vez allí radique su misterio.

En mi barrio la noche es distinta, está cubierto por un manto invisible que lo cubre, lo protege, lo resguarda.

En él coexisten infinitos barrios construidos por infinitos habitantes de lo eterno que deambulan compartiendo sus infinitos sueños. A veces los percibimos. A veces nos acarician y nos sentimos acompañados en el crepúsculo de la vida.

Micro territorio de pertenencias recíprocas, principal alimento de nuestras soledades, cuando lo único que no nos abandona es la memoria.

Raúl Menéndez

domingo, 29 de julio de 2007

Todo pasa...

Lao-Tsé, sabio chino fundador del taoísmo, mantenía que el hombre de por sí, tendía a autodestrucción y para evitarla, de procurar el sendero de la vida. Qué cosa curiosa el hecho de que seamos una raza que continuamente no hace más que autodestruirse, a cada paso que da.

Pero si de autodestrucción hablamos, no solo hay que referirse a los conflictos armados, a las persecuciones políticas, al racismo o al calentamiento global. Hay maneras mucho más simples y cotidianas de auto castigarse, de inflingirse dolor. Una de ellas -en contra de todas las herramientas de marketing que hace décadas intentan mostrarnos lo contrario- es el amor.

Sí, el amor. ¿Le sorprende?... Veamos, entonces.

Una pregunta de carácter antropológico con miles de respuestas. ¿Qué es el amor?

Atracción física. Excitación sexual. Mariposas en el estomago. Necesidad de estar con alguien. Beneplácito de compartir determinadas vivencias... Y siguen las firmas.

Momentos cúlmines, pero efímeros, como comprar un terreno en un barrio nuevo, tardar años y empeño en construir una casa hermosa para descubrir al terminarla que el barrio se ha convertido en marginal. Eso queridos amigos es el amor. ¿Hay que ponerle énfasis?, ¿Hay que pensar que es eterno?

Lamentablemente creo que no.

Hay de aquel que hace promesas en nombre del amor. Porque con el tiempo, pagarlas le costará mucho. Hay de aquel que vive un presente triste añorando un pasado con campanas y violines, porque mucho le costara seguir adelante.

Al final de cuentas, las relaciones amorosas nos brindan un puñado de momentos bellos, pero muchos más de desencantos y desdichas. No me tome por favor por un hombre despechado. Solo haga un recuento mental y analice su experiencia. Sin miedo... Hágalo, y me dará la razón.

Habrá que separar la paja del trigo. Habrá que recordar -solo recordar- los buenos momentos del pasado sabiendo que indefectiblemente en el futuro serán un recuerdo. Ponerse la armadura y prepararse a un combate en el cual casi indefectiblemente saldremos lastimados.

Es probable que las heridas con el tiempo se curen pero cada vez que nos enfrentemos a la batalla, mirémonos al espejo antes de calzarnos nuestras armas para recordar donde y cuando nos hirieron cada vez. Una herida sobre otra anterior mal cicatrizada no cierra más.

Hubo una vez un rey que llamó a los sabios de la corte para darles un encargo:

- "Me estoy fabricando un precioso anillo de oro con un gran diamante. Abajo del diamante, quiero guardar algún mensaje que me ayudará a mi y a todo hombre en los momentos difíciles de la vida. Obviamente, tiene que ser un mensaje pequeño para que quepa en el anillo."

Todos esos sabios eran grandes eruditos. Podrían haber escrito grandes tratados sobre cualquier tema. Así que, pusieron sus mentes a trabajar.

Durante un año, pensaban y debatían. Buscaban en todos sus libros. Consultaron a otros sabios en países lejanos. Pero no podían encontrar nada. Y tuvieron que reportar su falla al rey.

Cuando reportaban esto, estaba presente un anciano sirviente de la familia real, conocido por su devoción al misticismo. Éste intervino diciendo:

- "Oh!, Majestad, no tengo estudios, no soy un erudito, ni un académico. Pero creo tener lo que le servirá."

Y el anciano místico escribió algo en un diminuto papel, lo dobló y se lo dio al rey, diciendo:

- "Pero no lo leas ahora. Mantenlo escondido en el anillo. Ábrelo sólo cuando todo lo demás haya fracasado, cuando no encuentres salida a la situación."

Ese momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió el reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus enemigos lo perseguían. Eran pocos sus seguidores y los perseguidores eran numerosos. Se sentía desesperado y al punto de rendirse.

De repente, se acordó del anillo. Sacó el papel y allí encontró su pequeño mensaje, lo que decía simplemente:

"ESTO TAMBIÉN PASARÁ"

Aquellas palabras le resultaron milagrosas. Le inspiraron nueva fe y coraje. Redobló sus esfuerzos y escapó. Al fin de un año, logró reunir a sus ejércitos y reconquistó el reino.

Y el día que entraba de nuevo victorioso en la capital, hubo una gran celebración en el palacio con música, bailes, comida, etc. El Rey presidía las festividades desde su trono, sintiéndose muy orgulloso de sí mismo.

El anciano místico se acercó y le dijo:

- "Este momento también es adecuado: vuelve a mirar el mensaje."

- "¿Qué quieres decir?" -preguntó el rey-. "Ahora estoy victorioso; la gente celebra mi regreso; no estoy desesperado; no me encuentro en una situación sin salida."

El anciano respondió:

- "Ese mensaje no es sólo para situaciones desesperadas; también es para situaciones placenteras. No es sólo para cuando estás derrotado; también es para cuando te sientes victorioso."

El rey abrió el anillo y leyó el mensaje: "ESTO TAMBIÉN PASARA".

El anciano le dijo:

- "TODO PASA. Ninguna cosa y ninguna emoción son permanentes. Todo viene y va como el día y la noche. Habrá momentos de alegría y momentos de tristeza. Acéptalos como parte de la dualidad de la vida; es la naturaleza misma de la existencia."

A no hacerse problema...todo, todo pasa.

AlexB