miércoles, 5 de septiembre de 2007

Como una estatuita de tanagra

Reparé en ellos apenas entré a la confitería: estaban sentados muy próximos a mi mesa. Fue como una premonición, creo, que me llamaran tanto la atención.

El hombre joven y agradable se inclinaba sobre la niña para hacerse oír mejor. Ella se mantenía erguida y rígida como una estaca, el cuerpo tenso, las manos crispadas alrededor del vaso. No pude dejar de mirar sus ojos, casi blancos de tan claros que sin embargo fulguraban de ira contenida.

Ojos de adulto poseídos por un demonio interior. Blanca y rubia como de nieve, salvo la mirada el resto era angelical, una figurita de Tanagra.

Calculo que tendría entre once y doce años pero emanaba de ella, a pesar de la aparente fragilidad, una determinación de hierro. De hierro y de hielo. No podía dejar de estudiar a ambos y los fragmentos de conversación me contaron la historia.

- "No pretendo que me contestes ahora Vero. Le pedí a tu mamá hablar con vos a solas y ella aceptó. Vos también ya que estás acá. No pretendo mucho, solo que nos llevemos bien. Quiero ser buen amigo tuyo, de ninguna manera reemplazar a tu papá. Vos sabes bien que Elisa y yo nos queremos y estamos bien juntos. Los tres podemos ser felices.".

Ella se mantenía imperturbable, sin palabras: los labios, dos líneas paralelas, cada vez más apretados.

- "¿Me estás escuchando Vero?... Tu mamá va a estar triste si persistís en odiarme tanto. ¿Por qué tanto fastidio? ¿Qué tenés contra mí?"

Ella tomó un sorbo del vaso, casi mordiéndolo. El hombre no sabía más que argumentar: probó todos los métodos persuasivos que se le ocurrieron en el momento. Finalmente bajó los brazos como agotado, se le notaba irritación y desencante en la voz que se elevó crispada y trepó hasta alcanzar las penumbras del techo.

Luego dijo lo único que debió callar.

- "Bueno, Vero, así están las cosas, depende solo de vos que vivamos bien. Nosotros tenemos derecho a nuestras vidas. Sos bastante adulta y muy inteligente como para comprenderlo. Vamos a seguir adelante con tu aprobación o no. Pensá aunque sea en Elisa”.

El hombre pagó, tomó sus cosas y se levantaron. Le ofreció la mano en un nuevo gesto de amistad pero ella lo ignoró caminando unos pasos delante. Yo también pagué y salí.

Seguían mi rumbo por lo visto ya que coincidíamos en la boca del subte.

Los perdí un momento entre el gentío pero los reencontré abajo en la plataforma. El adelante, de costado, mirándola de reojo; ella apoyada contra la pared. Saltaba y se movía de manera extraña, con un ritmo nervioso y alocado. Se adelantaba, retrocedía, se adelantaba.

Cuando el tren apareció a lo lejos él hizo un gesto para que se acercara. Verónica fingió no verlo.

Antes de que el coche se detuviera y cuando aún tenía mucho impulso, vino corriendo desde atrás, fingió tropezar y lo empujó bajo las ruedas. Hizo lo esperable en ella, se quedó allí, demudada su cara crepuscular, dejándose rodear y consolar. Me miró sabiendo que yo sabía, con su rostro de fariseo inundado de lágrimas, una chispa de satisfacción pegada en los ojos de hielo, pálida y delicada como una estatuita de tanagra.

Guillermina Piñeyro