sábado, 15 de septiembre de 2007

En los funerales siempre debería llover

La luna fría se hacía ver muy temprano entre las nubes, como si hubiera querido presenciar el espectáculo ganándole minutos a ese sol que ya había sido testigo de demasiados entierros y que se iba tapando con las distintas formas del cielo, sonrojándose, apagándose.

Llovía porque en los funerales, en los míos al menos, siempre llueve. Por supuesto hubo gente llorando, algún que otro desmayo y manojos de tierra desplomándose sobre el cajón.

La putrefacción ya debía estar surtiendo su efecto sobre el cuerpo preparado con sumo cuidado para tal acontecimiento. Después de todo, la muerte es una de las cosas más importantes que nos pasan en la vida. No hablo del show alrededor, simplemente del hecho trascendente.

Debe haber sido mayor el finado porque la señora, digo, la esposa, que fue la del desmayo, la que gritaba “¡no me dejes, Osvaldo, no me dejes!”, tendría más de ochenta años; una edad que se acerca al hecho. El resto lloró en silencio, bastante correctos.

Siempre digo que son todos distintos, que uno debe aprender a ver la belleza de ese acto. Por eso odio los crematorios, no tienen el menor sentido estético ni formal.

- “¿Qué trabajo el suyo, eh?", dijo el gordito acercándose.

- “¿Pariente del occiso?", pregunté.

- “Conocido, nomás… Debe estar acostumbrado a todo esto, aburrido, ¿no?”
- “Je!”, contesté, no se me ocurrió otra cosa para decirle. Qué me iba a poner a explicarle a ese... aparato, de la belleza del acto. El ojo humano no está entrenado para ciertas cosas.

- “Parece que uno se mimetiza con el trabajo. No lo digo por su cara, no me malinterprete, aunque se lo ve muy pálido”, sentenció el gordito que también era pelado.
- “¿Y usted, de qué trabaja?", dije pensando más en una piñata de fiesta infantil.

- “Yo, era secretario de don Osvaldo; Dios lo tenga en la gloria!…”, se lamentó el gordito pelado que tenía el color de los muñecos de goma.

- “No lo veo en minifaldas, tomando notas en las rodillas del patrón….”
- “No se ofenda, jefe, dije algo para charlar. Me parece raro su trabajo”, afirmó el gordito pelado de color artificial y piel grasienta.

- “Tiene razón, la gente no sabe como es la vida en un cementerio, porque acá hay vida, acá todo me habla. Puede ser muy gratificante. ¿Sabe cuánto tiempo hace que trabajo en esto?... Treinta años!”.

El cortejo ya estaba dejando en paz al difunto, digo que ya no le echaba más tierra encima. Ahora se reunirían en la casa del muerto para recordar lo “bueno” que había sido en vida. El gordito raro seguía entusiasmado por conocer los secretos del oficio.

- “¿No se va con los demás?", le dije.

- “No, me gustaría, si usted me lo permite, charlar sobre sus cosas”, dijo el gordito pelado de color artificial piel grasienta y ojos saltones y enfermos…

- “Me da mucha curiosidad esto, la trastienda”.
- “Disculpe, pero se va a tener que ir, ya casi cierra el cementerio”.

Efectivamente, había sido de los últimos entierros. La luna empezaba a platear las lápidas como congelando todo poco a poco. Y el gordito que me seguía.

- “No se puede quedar acá, yo todavía tengo trabajo: a esta hora voy al osario general a llevar a los que sacamos, los que no pagan. Es la hora más linda: si hay luna se ve todo fosforescente, es una visión irreal”.
- “¿Lo puedo acompañar?... Si quiere, lo puedo ayudar a cargar, me gustaría ver eso de los huesos”, dijo el gordito pelado de color artificial piel grasienta ojos perversos y que usaba la cintura del pantalón por las tetillas…
- “Es como un sueño para mí estar en un cementerio de noche”.

Tendría que haberlo echado en ese momento, no tenía nada que hacer ahí. Sin embargo lo dejé llevar la carretilla cargada. El gordito iba fascinado por las callesitas mirando las bóvedas, las estatuas y preguntaba, todo el tiempo preguntaba:

- “¿Nunca vio un fantasma?, ¿Alguna vez enterraron a alguien vivo?, ¿Nunca se volteó a alguna que estuviera pasable?, ¿Hizo alguna sesión espiritista?, ¿Durmió en un nicho?, preguntaba el gordito pelado de color artificial piel grasienta mirada enferma con el pantalón por las tetillas y que pensaba asquerosidades…

- “¿Alguna vez...?"
- “¡Basta, hombre!... Ya me cansó con sus preguntas. Doble acá que ya llegamos al osario”.

Abrí la tapa y, como imaginé, por la altura en que estaba la luna, fueron increíbles las luces que emanaban de ese lugar. El gordito, como en trance, se tiró a la fosa y empezó a moverse en forma obscena entre los huesos.

- “¡Salga de ahí!”, grité... “Pensé que usted podría comprender la belleza de este lugar, pero no es más que un degenerado. ¡Salga ya de ahí!”

El gordito salió pero con una evidente excitación. Los muertos son más previsibles y educados, pensé.

- “No se ofenda, pero esto es otro mundo: esos colores, esas formas. Es como un mar irreal. Déjeme acá, yo me quedo. Usted siga con sus cosas que..."
- “¿No le da vergüenza, hombre?... ¡Es asqueroso lo que hace! “

Pude ver su miembro erecto que abultaba el pantalón. En los años que llevaba en la profesión nunca presencié un espectáculo tan nauseabundo: jadeaba asquerosamente, se revolcaba en la carretilla llena de huesos.

- “¡Pare, degenerado, pare!”, grité, pero ni se dio cuenta de lo que le decía. Lo empujé y cayó al piso, pero siguió vociferando y dando la ominosa pantomima. Se movía espásticamente y seguía jadeando con un ronquido que no era humano.

- “¡Pare de una vez!”, lo conminé. No me hizo caso. Pude haber hecho otra cosa pero...
- “¡Aj...!", gritó apagadamente el gordito pelado de color artificial piel grasienta ojos perversos con pantalones por las tetillas que pensaba asquerosidades y que ahora tenía la pala incrustada en la traquea.
Daniel Bosco

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