viernes, 27 de abril de 2007

Don Plácido

De forma imperceptible y continua transcurre nuestra vida, esa delgada y delicada hebra que nos separa de la muerte.

Sin embargo, inesperadamente, experimentamos sucesos asombrosos e inexplicables que nos demuestra el poder que ostentan las fuerzas de lo desconocido. Entonces, extrañas incertidumbres nos alertan, se instalan en nosotros, e inevitablemente nos acompañan hasta el fin de nuestra existencia.

Todo comenzó una tarde cualquiera, que fatalmente marcaría el inicio de una realidad diferente. Los ladridos amenazantes de Lobo me indicaban que alguien llamaba a la puerta. Me acerqué al ventanal del recibidor y observé a la distancia... Frente a la puerta cancel ubicada en la entrada principal de la posada, observé la estampa de un hombre mayor cuya prestancia y postura contrastaban con su edad cronológica.

Luego de las formalidades lo invité a pasar, así se presentó en mi vida Don Plácido, de refinada y misteriosa cortesía, con su hablar lento y pausado. Mencionó estar de paso y solicitó una pieza en alquiler. Posteriormente, se limitó a escuchar con atención las normas y costumbres de la casa; luego, sin mediar objeción, procedió a saldar por adelantado su estadía, al parecer le agradó el ambiente que se respiraba en la posada. No obstante, un atisbo de intuición presagiaba algo siniestro.

A la mañana siguiente, provisto con singular elegancia se presentó a desayunar. De trato amable y cordial, mostró un recatado interés por el rutinario y apacible movimiento del pueblo y de sus habitantes, indagando particularmente en las costumbres de los niños del lugar.

Su charla era tan enigmática como cautivante y sus palabras denotaban una sabiduría interior, propia de un agudo observador y viajero eterno de distintas geografías. Luego, salió a recorrer las cercanías, volviendo para almorzar.

Por la tarde hizo honor al lugar, y el descanso fue su mejor compañía... Así transcurrieron sus primeros días en la posada.

A mitad de la semana, una alegría contagió al pueblo: el regresó Inti, el hijo de todos... Un pequeño de escasa estatura que rondaba los 10 años, de mirada vivaz, tierno y frágil como un brote que despierta de la tierra -su hermana de piel-.

Huérfano desde siempre, fuimos creciendo juntos y aprendimos a protegernos mutuamente. Su calidez y transparencia, daban sentido a nuestra pequeña historia, guardando una secreta esperanza en el futuro, y asegurando de este modo nuestra trascendencia.

A pesar de trabajar en las duras tareas del campo, Inti era libre como los pájaros y pasaba largas horas cosechando al abrigo de su amiga, la montaña. Sin embargo, su principal labor era colaborar con el correo del pueblo; alegre mensajero, atravesaba riachos y colinas, repartiendo la correspondencia a los habitantes más dispersos.

Una mañana, de forma repentina, se presento Don Plácido diciendo que se marchaba, su ardua búsqueda había resultado satisfactoria y se mostró complacido consigo mismo. Agradeció el trato recibido y la oportunidad de haber hallado un lugar mágico por donde sin duda, dijo, “... Había pasado la creación generando una atmósfera especial, en la cual germinaban y crecían en armonía, las mas bellas formas de vida, un verdadero paraíso terrenal”.

Diciendo esto me estrechó la mano; una irónica sonrisa marcó su despedida y nunca más volví a saber de él.

Perdí la noción del tiempo que había pasado desde su partida. No obstante, aún conservaba la fuerte impresión que me causaba su presencia.

De repente Inti entró corriendo, solamente se detuvo para recoger la correspondencia y ordenándola rápidamente se dispuso a salir... Según me dijo estaba apurado, pues el reparto tocaba lugares distantes entre sí. Su cara estaba iluminada de una genuina felicidad... En sus manos tenía un fino papel membreteado, en el cual alcancé a vislumbrar los delicados trazos de las letras que conformaban la escritura del mensaje.

La emoción lo desbordaba, y antes de salir corriendo solo alcanzó a decirme que había recibido una invitación especial , en un paraje cercano a la colina. Aún hoy recuerdo esa sensación de goce que lo embargaba.

Aquel día, se había mostrado particularmente diferente, la neblina inicial dio paso a una gruesa cubierta de plomo, acompañada por un persistente e inquietante llamado del viento. Poco a poco, los parroquianos del lugar buscaron resguardo en sus casas y, al caer la tarde, el pueblo parecía desierto.

En un instante sobrevino una tensa calma que ahogó el más mínimo murmullo, nunca antes había sentido reinar al silencio así. Recuerdo que esto me produjo la extraña sensación que algo irreparable iba a suceder... Entonces la angustia comenzó a crecer en mi interior y de inmediato salí corriendo siguiendo una premonición.

Al llegar a la colina lo busqué por todas partes. Algunos vecinos comenzaron a llegar, alertados por mi actitud... Desconcertados, me seguían sin saber bien qué era lo que ocurría.

De pronto lo vi, estaba recostado sobre una gran piedra que oficiaba de sostén en la base de la colina, no se movía y su mirada estaba fija en vaya a saber qué horizontes. Nos quedamos absortos y solo atinamos a tomarlo cuidadosamente, para llevarlo en procesión al dispensario del pueblo.

Pasaron muchos años desde aquel infortunado día, los médicos determinaron que presentaba un complejo trastorno de tipo neurológico con marcadas características autistas, desconociéndose las causas que lo habían originado.

A partir de esa tarde, viví buscando una respuesta y mi vida se transformó en un martirio, cercano a la locura. El tránsito por este infierno me fortaleció y fui desarrollando la capacidad de sumergirme y ahondar en realidades no ordinarias; me estremecí al sentir como la presencia de otras fuerzas se adueñan de nuestros momentos.

Ahora sé que habitan, deambulan y conviven con nosotros, agazapadas a la espera de un descuido que les permita quitarnos nuestra esencia. Don Plácido era deliberadamente astuto, y por más que lo intento, aún no puedo librarme de su sarcástica despedida:

“Gracias por todo, me llevo lo mejor de este lugar”.

Raúl Menéndez

2 comentarios:

WALDE dijo...

Verdaderamente esta historia me movilizó.
La leí dos veces y me despierta muchas cosas. Gracias por ponerla en blog y permitirnos leerla.
Un abrazo grande y volveré para seguir leyéndote.

Anónimo dijo...

Muy buena historia. Hay veces en que cierta gente nos cambia para siempre, y para mal.

Claudio Arregui
B. Blanca