sábado, 16 de junio de 2007

Gota a gota - Parte 1

Nunca olvidaré aquel rostro. Soberbio, desagradable, plagado de gestos propios de quien se siente un seguro ganador.

Ingresó a la sala con ese andar cinematográfico digno de un actor de Hollywood, secundado por dos agentes vestidos de civil que ni siquiera lo tomaban de los brazos.

¡Parecía tan libre!. Sólo las esposas que circundaban sus muñecas – perfectamente disimuladas bajo la costosa camisa de Armani que llevaba puesta - delataban que se trataba de un procesado.

Era hijo de un notorio empresario local, lo que lo convertía en intocable como su progenitor. Era de esas personas criadas bajo el manto protector de la impunidad - primera escuela de la que se nutren - y a la que le siguen la Universidad del desprecio por el prójimo y el inevitable Postgrado en fama y dinero fácil.

Tres meses había durado el juicio. Todo el pueblo se reunía los días de audiencia para tomarle el pulso al caso, quizás el más resonante en 50 años. Tres meses durísimos, durante los cuales la fiscalía no cesó de presentar pruebas en su contra. Tres largos meses en los cuales su joven y burlona sonrisa contrastó con la pena y la indignación de familiares y amigos de la víctima.... su víctima.

Ya nadie disponía del espíritu y la paciencia para soportarlo otro día más. Su actitud mordaz caldeaba segundo a segundo los ánimos de los presentes; se pedía a gritos una condena, un reproche ejemplar que impartiera justicia.

La mayoría querían verlo muerto, ejecutado. Como él lo hiciera con el pobre Carlos, un muchacho en la plenitud de sus años, que había cometido el único pecado de cruzar una calle cualquiera aquella fatídica noche de invierno. Otros, los menos, querían que se pudriera en la cárcel de por vida.

Pero, más allá de lo que unos y otros deseaban, todos los presentes en aquella sala abrigaban el mismo odio por ese triste personaje que parecía no sentir el más mínimo remordimiento por el crimen cometido.

El Juez apareció de improviso, casi nadie notó su ingreso. Estábamos muy ocupados observándolo; tenía todos los ojos encima, especialmente el de los padres de Carlos, destruidos física y emocionalmente desde que su hijo los abandonara.

“¡Orden en la sala!” – se escuchó de boca de su Señoría -, y acto seguido todas las miradas fueron para él.

Todo se tiñó de un profundo silencio. Tan tenso como forzado, pero que dejaba entrever un clamor generalizado de “¡Justicia, ya!”, sin pérdida de tiempo.... Que imploraba con un mudo grito esa palabra mágica: “¡Culpable!”.

“¿Tiene el Jurado su veredicto?”, interrogó el Juez.

“Sí, su Señoría”, respondió un agotado vocero del grupo.

Podíamos jurar de antemano que la condena sería antológica, nadie dudaba de ello. Pero, nunca se sabe bien en estos casos... No sería la primera ni la última vez que la señora ciega nos sorprendiera con sus “salomónicos” fallos.

"Se encuentra al acusado culpable de la muerte de Carlos Vega en los términos del artículo .......” – proclamó el Jurado – y comenzaron los primeros comentarios.

Comentarios que, en instantes, terminarían en insultos cruzados.

El porqué del alboroto era obvio. La sentencia era ridícula. Hablaba de “homicidio culposo”, sin intención, y todos sabíamos que no se podía hablar de “culpa” , de “fue sin querer”, cuando se atropella a un hombre a 140 kilómetros por hora, una noche lluviosa, y en pleno ejercicio de las facultades.

Había dolo por donde se lo mirara, tanto como desprecio por el prójimo. Era innegable que le tenían miedo.... El Juez, el fiscal, los del Jurado. Todos sospechábamos que el fallo había sido el lamentable resultado de “consejos y recomendaciones”, de esos que se reciben anónimamente por teléfono a medianoche, de los que no se pueden probar.

¿Cómo habíamos podido llegar a tal punto? – nos preguntábamos -. Sin una condena penal como Dios manda.

Carlos Vega había sido revoleado por los aires, desarticulado como un muñeco, partido en mil pedazos sólo unidos por la entereza de su juventud. Quizás Carlos ni siquiera se dio cuenta de que moría. No tuvo tiempo de enterarse, murió en el acto, de un solo golpe, como un animal en el matadero.

Como pude, resistí mi indignación y presté nuevamente atención a lo que se decía en el recinto. “Se condena al acusado a 2 años de prisión en suspenso y la accesoria civil de 200 pesos, pagaderos de la siguiente manera: ............”. Fue en ese instante cuando reparé en la última frase.... “... ¿Escuché bien? – me dije – “¿Doscientos pesos?... sonaba a burla sobre burla.

“¡Silencio en la sala!” – vociferó el Juez reiteradas veces – alterado por el descontrol de la gente. Sin embargo, en la Defensa se vivía todo lo contrario. Había caras tranquilas.

¿Me habré perdido algo? - me dije para adentro.

Se pidió la repetición de la sentencia: “... 200 pesos pagaderos mensualmente por el acusado, todos los días 5 o hábil siguiente, a razón de un peso por mes, mediante cheque depositado en la cuenta N° 012-131348, del Banco San Cristóbal”.

Escuché de alguien en la sala que había sido el padre de Carlos quien solicitara tan pequeño monto ... que originalmente la fiscalía pretendió demandar al acusado a pagar 1 millón de pesos, pero que el padre quiso arreglar extrajudicialmente la reparación por una cifra marcadamente inferior, en tanto se saldara bajo sus estrictos términos. A priori, parecía una locura, pero no, tenía su sentido ... Había sido un 5 el día en que su hijo perdiera la vida.

Esta historia podría concluir aquí, como una más de esas a las que nos acostumbra el injusto mundo en que vivimos.

Sin embargo, aquí comienza otra historia, la mía. El que manejaba aquel auto a 140 kilómetros por hora era Osvaldo López Sarmiento, mi amigo....... ex amigo, mejor dicho.

Patricio D'Orrys
Continuará ...

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